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José Becerra

La provincia a vuelapluma

Madre de leche

Nos cruzamos, mi madre y yo, con una mujer en la calle. No era la primera vez que, siendo niño, la había visto atravesando una plazuela o doblando una esquina del pueblo. Era una mujer robusta, aunque el paso de los años había entrado a saco en su cuerpo. Su cabeza, otras veces erguida, buscaba el suelo y su tez, clara siempre, se había ennegrecido. La mujer, en los años en las que la conocí, siempre iba vestida de negro.

Pero eso era una costumbre generalizada en los pueblos de la Serranía de Ronda: a partir de cierta edad, la cincuentena o así, las mujeres abandonaban los colores en la vestimenta, y vestían rigurosamente de negro, aunque no tuviesen que lamentar desgracia de muerte próxima.

“ Esa mujer te amamantó cuando naciste”, me dijo mi madre, señalándola. Me explicó que cuando  yo acababa de nacer padeció unas calenturas que le impidieron darme su leche y hubo que recurrir a la de ella, que por las mismas fechas había traído otra criatura al mundo. Me dijo mi madre a reglón seguido: “Esa es tu madre de leche”. Eso me dijo. Y desde entonces excuso decir con el respeto que miraba a aquella mujer cuando me lo tropezaba en la calle.

¡Cuánto debe saber ella sobre mí que yo ignoro! Mi avidez que supongo en vaciar los senos  prolíficos, mi afán por succionar sus pezones, mi expresión de beatitud que imagino después de  satisfechos mis anhelos primarios… Mi madre me dio la vida, eso era innegable, pero ¿qué no deberé a aquella mujer que me dio el primer sustento, mientras me acunaba en sus brazos? Después, cuando me topaba con ella ocasionalmente en alguna de mis esporádicos regresos al pueblo, me quedaba mirándola ensimismado, sin decir nada, y seguía sus pasos lentos y su figura leve y ya incipientemente encorvada. Ella me miraba en silencio, sonreía y seguía su camino.

Me contaba mi madre, cuando salía a relucir aquella etapa de  mi vida, envuelta todavía en el limbo de la inconsciencia (pero no lo suficiente como para que en aquella nebulosa en la que se abrían pasos los sentidos no se aprendiera para no olvidarlo jamás los rostros que se asomaban con amor y curiosidad a nuestra insignificante humanidad);  me contaba que a cambio de la leche que desde sus pechos yo bebía con avidez (“con rabia muchas veces”, me decía) ella le entregaba cierta cantidad de dinero cada vez que me hacía disfrutar del maná espléndido de su cuerpo.

Junto con las monedas le entregaba algunas dádivas en especie: Harina candeal para que amasara buen pan, legumbres y avíos para el cocido de cada día (ahora me consta que la “olla” de garbanzos, con carne de chivo y tocino entreverado, era el plato diario que sustentaba a las familias trabajadoras de la comarca rondeña); y, si se terciaba (“convenía que la leche, tu leche, fuese abundante y que no te faltase”, me recalcaba), la torta de aceite, azúcar y chicharrones que religiosamente mi madre se hacía hornear en la tahona del pueblo.

Cuando me enteré de la muerte de  mi madre de leche me acerqué a su pobre tumba. Sus restos descansaban no muy lejos de donde lo hacen los de mis padres. De un ramo de crisantemos que destinaba para ellos separé unos tallos y los deposité sobre la tierra, junto a una cruz de piedra encalada. He venido ofreciéndole esta muda ofrenda siempre que me acerco al campo santo.

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Sobre el autor

Nacido en Benaoján, 1941. Licenciado en Lengua y Literatura Española por la UNED. Autor de varios libros. Corresponsal de SUR en la comarca de Ronda durante muchos años.


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