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José Becerra

La provincia a vuelapluma

Insoslayables quebrantos en la vejez

Insoslayables quebrantos en la vejez

JOSÉ BECERRA

Quienes ya nos adentramos mal que nos pese  en la edad septuagenaria un temor nos sobrecoge, cuando no nos abate. Nos ronda  en la cabeza la idea de caer en ese profundo pozo que anula la memoria convirtiéndonos poco menos que un vegetal sin capacidad para recordar ni poder echar la vista atrás hacia nuestra vida reciente y  no digamos lejana. Nos sobrecoge el temor de vernos sumidos en las más obscuras tinieblas por mor de esa terrible enfermedad que es el Alzheimer: anulados por completo, convertidos en bulto inutilizado sin conciencia ni voluntad.

Abundan los casos de personajes egregios que en el ocaso de sus vidas solo la vaporosa niebla de la nada inundaron sus cerebros. Falleció Adolfo Suárez apenas cumplidos los 80 años cuando ya el recuerdo de que había sido el primer presidente democrático después de pasar a mejor vida Franco, no era si no una obscura nebulosa en un cerebro vacío sin el menor  rastro del pasado. Si nos remontamos a otras latitudes pero haciendo hincapié en personajes egregios como el anterior nos encontramos con Ronald Reagan: con  más de 90 años no existía en su cerebro ni el  más leve recuerdo de que había sido ocupante de la Casa Blanca de la mayor potencia del mundo. A menor escala podríamos encontrar vestigios de esta enfermedad  a poco que echamos la vista a nuestro alrededor.

La soledad no deseada y la pérdida de memoria son dos enemigos solapados que nos vigilan para descargar su furor sobre quienes llegaron a la edad longeva. Es el tributo que se ha de pagar por aquellos que remontan edades que en tiempos pasados eran inalcanzables.

Ancianos los ha habido siempre, pero es innegable que décadas atrás la llegada a la edad provecta se erigía como un fantasma en edades en las que se presentaba como un espantajo una vez traspasado el umbral de la cincuentena de años. Hoy no ocurre así, vivimos más años, aunque sea a mal tira, pero sorteando las acechanzas de la vida hasta edades antes consideradas como aledaños de una muerte inminente.

Está tan extendido el aislamiento en la edad longeva que estudiosos de esta situación y lo que conlleva en los postreros días de la vida han bautizado como “la epidemia silenciosa”. Calladamente se viven los años cuando por las más variadas razones nos vemos obligados a transitar y vivir en la más absoluta soledad. El Instituto Nacional de Estadística en lo que atañe al estudio de los hogares españoles  contabilizaba en España alrededor de 2 millones de personas que viven en la soledad más absoluta   una vez traspasada la barrera de los 65 años. Un dato significativo es que las mujeres triplican en número a los hombres según la tesis irrefutable  que vio la luz meses atrás. El estudio en cuestión evidenciaba un hecho incontestable: hay más viudas que viudos. Una realidad que estriba en que las féminas contraen matrimonio con menos edad que su consorte y en que, por naturaleza, viven más años que los varones.

Negro nubarrones se ciernen sobre quienes a trancas y barracas o venturosamente llegamos a una edad provecta, esa que conlleva el sentimiento de que ya no se forma parte del contorno. Cómo sortear estos quebrantos es  nuestro  indisoluble problema, cuya solución no pasa por la medicación sino por la creación de un ensamblaje que venga a sostener el tejido asociativo para que nadie se sienta por la edad fuera de este mundo, aún en vida.

 

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Sobre el autor

Nacido en Benaoján, 1941. Licenciado en Lengua y Literatura Española por la UNED. Autor de varios libros. Corresponsal de SUR en la comarca de Ronda durante muchos años.


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