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José Becerra

La provincia a vuelapluma

Terral, antesala del infierno

Terral, antesala del infierno

El terral, ese implacable azote nunca falta a la cita con Málaga cuando la canícula se instala en su ámbito. El sofoco hace su aparición en cuanto el verano entra en derechura en la ciudad. Su espantajo domina  en la ciudad y  lo padecemos como un flagelo que nos abate y que  imposible soslayar. A menos que se renuncie a callejear y nos sumerjamos en las frescas aguas de la piscina, si es que se tiene la suerte de contar con una en la urbanización en la que vivimos. O que nos zambullamos  en las aguas  de la playa más cercana,  y allí permanecer hasta que el azote implacable y caliginoso seda en su furor.

Los vientos, el aire en movimiento, como nos enseñaban en la clase de Geografía Descriptiva, se producen por diferencias de presión atmosférica, fenómeno que se atribuye a temperaturas desiguales. También nos enseñaron que los vientos se clasificaban en cuatro clases principales: dominantes (alisios); estacionales (los monzones del mar de la China); ciclónicos (huracán, tornado), y, por último, locales (vientos de levante y de terral, por ejemplo).

   Las corrientes de aires – y esto es de manual de sicología – influyen en el carácter de las personas, inciden en su ánimo y perturban el normal transcurso de sus vidas en determinados momentos, sobre todo los de índole local.

   La ventisca local que en el interior de la provincia malagueña más se teme, tanto en el invierno como en el verano, es el de levante. Es este un viento que encrespa los ánimos, que solivianta, que pone los nervios a flor de piel. Seco, sofocante aun en días invernales es este un viento, casi siempre racheado, levantisco que perturba y desazona como ningún otro.

Su hermano, en Málaga capital,  es el terral, que sólo sopla en verano pero que nos llega de poniente a lo sumo media docena de veces a lo largo de la estación y con una duración que casi nunca supera a dos jornadas consecutivas. A veces, no dura sino horas. Suficientes, sin embargo, para que se le considere como la “bete noir”, que dirían los gabachos, para el agradable estío que, por lo general, brinda la capital de la Costa del Sol. Sufrimos una muestra de su ardor en estos días y nos ha enseña los dientes, ¡y de qué manera!

   Uno, que no cree ya en el infierno, se acuerda cuando era niño cómo los curas de otros tiempos anatematizaban desde el púlpito a sus fieles flagelándoles con los males del castigo de ir a parar a este lugar si se incurría en pecados mortales. Sintiendo las mordeduras del terral, piensa uno sufriéndolo  como algo muy parecido a aquellas desdichas dantescas con las que nos amenazaban antaño. Vivirlo, si no se cuenta con la tecnología que lo hace más soportable, es como vivir unos días infernales.

   Cuando sopla el terral, arisco y denso, las calles de la capital y las de los pueblos costeros próximos, castigadas implacablemente tienden a quedarse desiertas. Los pocos viandantes que se aventuran a salir de sus viviendas caminan presurosos y maldicen entre dientes. El viento caliente que azota el rostro como una cataplasma impone su ley, pero no es ruidoso como otros vientos, los que hacen crujir las maderas de las ventanas y sacuden sin piedad sus batientes, no, el terral, ni llega ni se hace notar de forma aparatosa. Pero eso no le exime de su felonía: en cuanto hace acto de presencia abofetea la cara sin contemplaciones; al cuerpo lo hace más grávido, a las entendederas más lentas. Estrecha el cerco contra las personas, que se sienten de pronto atrapadas, inmersas en una sensación agobiante, en una desazón que atenaza y de la que se ansía escapar, cada cual recurriendo a los medios que pueda tener a su alcance.

   Al viento de terral no hay quien no le tema. “Seca la mollera”, dicen los más viejos en los pueblos de la costa. Con él anda la gente cabizbaja y caminan como perro apaleado. Duelen las muelas, reaviva las dolencias del cuerpo, saca la tripa de los quebrados, se revuelve inquieta la parturienta, interrumpe el ciclo menstrual femenino y escurre las ubres del ganado. “Mala cosa el terral”, dicen unos y otros, cuando se tropiezan en el camino. “Vaya si lo es”.

   Pero el díscolo viento malagueño cuando de verdad desespera es de noche. Si no se dispone de aire acondicionado es inútil que se abran las ventanas, ni que funcione el ventilador; no se hará con estos pobres recursos sino transportar a mayor velocidad la atmósfera candente que lo envuelve todo. Ahuyenta el sueño, roba el descanso, se empapan las sábanas de sudor; una y otra vez buscamos en la nevera que el frío de un líquido alivie por lo menos con su tránsito el ardor de la garganta, con lo que no logramos sino sentirnos congestionados, ahítos. Rezongos, imprecaciones, mala leche.

Con el terral, el taciturno se hace más huraño, el inquieto más irritable. Los pensamientos  se lentecen y los deseos más  inocentes se enturbian. Suerte que dura poco tiempo. Luego, respiramos aliviados, como si se despertara de un mal sueño en la que nos debatimos cerca de las calderas de Lucifer.

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Sobre el autor

Nacido en Benaoján, 1941. Licenciado en Lengua y Literatura Española por la UNED. Autor de varios libros. Corresponsal de SUR en la comarca de Ronda durante muchos años.


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