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Héctor Barbotta

Marbella blog

Economía pública y economía familiar

La no casual coincidencia entre las estrecheces de las cuentas públicas y las de la mayoría de los hogares ha conseguido instalar en la conciencia colectiva el falso principio de que la economía nacional funciona igual que la economía familiar, y que  a un país que gasta más de lo que ingresa, o al que se sigue endeudando para que haya dinero en la calle, le espera el mismo destino que a una familia que se comporta igual. Bajo ese razonamiento, aumentar la deuda para meter dinero en la economía, aunque tenga el propósito de evitar que la rueda se pare, es un camino seguro hacia el desastre.
La reducción de la complejidad de la macroeconomía a esta comparación simplista con la economía doméstica –que ignora las  diferencias, no solo cuantitativas, entre la economía política y las cuentas familiares y que iguala los conceptos de gasto e inversión como si fueran lo mismo– puede servir para justificar una política determinada en un momento concreto, pero no para explicar cómo hemos llegado hasta aquí y mucho menos qué hemos de hacer para salir de donde estamos.
Sin embargo, esa idea de que la austeridad, el recorte y la anemia inversora son el único camino posible tiene una base sólida en la que afirmarse: los ciudadanos hemos percibido que durante los años de bonanza las administraciones se gastaron nuestro dinero alegremente en aquello en lo que no debían, y ahora toca hacer lo contrario.
Sin embargo, no deja de ser paradójico que ahora, cuando peor estamos, nos veamos obligados a pagar la factura de los años en los que nos iba mejor. ¿No debería ser al revés? ¿No deberían las instituciones acumular reservas en los años de bonanza, cuando más alta es la recaudación, para inyectar dinero en la economía cuando la inversión se contrae y más valor tiene cada euro que se gasta, cuando resulta vital inocular vitaminas en las venas de la economía?
La lógica indica que ese debería ser el comportamiento de nuestros gobernantes, pero a ver quién es el guapo que le explica a un responsable político subido a la ola de la prosperidad que durante su mandato tiene que ahorrar porque al siguiente puede tocarle nadar con mareas bajas.
Esta paradoja tiene, sin dudarlo, una lectura extrema en clave local. Cuando el dinero entró a espuertas en el Ayuntamiento de Marbella, o debería haberlo hecho, fue precisamente cuando la institución se arruinó. Podrá decirse, con razón, que la ciudad estaba gobernada por una banda de ladrones. Es verdad, aunque una verdad que no lo explica todo. Porque parte del plan de saqueo de la ciudad incluía inflar la plantilla artificialmente para conseguir votos, y con el mismo objetivo, subvencionar ferias, fiestas y verbenas y armar un gigantesco aparato de propaganda que incluía hasta un periódico gratuito.
Lo de Marbella fue, más que el paradigma, la versión exagerada de lo que pasó en toda España. Pero tiene puntos en común con el resto. Porque muchos otros ayuntamientos donde no hubo semejante latrocinio están igual de arruinados que el nuestro, lo que demuestra que más allá de la consideración moral, a efectos prácticos no hay gran diferencia en el resultado de la gestión de políticos irresponsables, ineptos, oportunistas o delincuentes. Ante cualquier duda, preguntar en Estepona.
El desastre es tal que habíamos llegado a asumir con resignación que las administraciones, y en especial los ayuntamientos, se convirtieran no en malos pagadores, sino en no pagadores, y que muchos responsables institucionales se encontraran con la negativa de varias empresas a trabajar con ellos porque sabían que después iba a ser prácticamente imposible cobrar.
Y en eso estábamos cuando llegó el plan del Gobierno para pagar a los proveedores, que ha caído como un maná divino para las administraciones locales. Se trata de una gran idea, y al mismo tiempo de una idea simple: los ayuntamientos piden un crédito para pagar esas deudas –12 millones de euros a 400 proveedores en el caso de Marbella, 63 millones en Estepona–, las empresas cobran, salen muchas de una situación desesperada (en algún caso hasta evitan la desaparición), pagan a su vez a sus propios proveedores o a sus empleados y dinero fresco vuelve a entrar en el circuito. Basta con hablar con algunos empresarios con el agua al cuello para valorar lo oportuna de esta operación.
No deberían desecharse las conclusiones que de ella puedan sacarse: los ayuntamientos ya endeudados, se endeudan todavía más para pagarles a sus proveedores, porque estos no cobran intereses, pero los bancos sí. Sin embargo, parte del  dinero fresco que entra en el circuito económico no tardará en volver, vía recaudación impositiva, a la administración.
Si inyectar dinero en la economía para que la rueda vuelva a girar, aún a costa de que los intereses aumenten la deuda pública, es una buena idea, surge la duda. ¿No habíamos quedado en que endeudarnos más era lo contrario a lo que había que hacer? ¿No era igual la economía del país a la economía de una familia? ¿O es que hay una salida diferente a la que marcan la austeridad, los recortes y la anemia?

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Sobre el autor

Licenciado en Periodismo por la UMA Máster en Comunicación Política y Empresarial Delegado de SUR en Marbella


marzo 2012
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