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Héctor Barbotta

Marbella blog

Suicidio

Entre la legión de jóvenes que en esta época terrible buscan su oportunidad y no la encuentran seguramente habrá chicos que erraron el camino de la formación o que en algún momento prefirieron vivir como si no hubiese más futuro que el próximo fin de semana. Pero hay motivos para pensar que la mayoría está compuesta por quienes hicieron todo para aprovechar el tiempo y ahora solo tienen por delante un horizonte plano sin más perspectiva que el vacío.

La figura de Diego Martínez Santos, un joven que el mismo día en que la Sociedad Europea de Física lo galardonaba como el mejor especialista experimental del continente se enteraba de que la Secretaría de Estado de Investigación le negaba una beca para volver al país, funciona como ejemplo y emblema. El programa Ramón y Cajal tiene un cupo para 175 investigadores, insuficiente para el mejor físico experimental de Europa, que tendrá que seguir trabajando en un centro de los Países Bajos. Seguro que los holandeses no lamentarán seguir contando con el talento de un científico formado en España pero al que España no le encuentra sitio.

El suicidio, además de ser una de las cuestiones centrales que desde el origen de la filosofía preocupan a los pensadores, es siempre una decisión dramática, extrema y muchas veces incomprensible. Una alegoría irreversible del fracaso. Por eso resulta tan doloroso asistir en silencio al suicidio colectivo de una sociedad expresado en la falta de horizontes y oportunidades para las personas que se han formado con recursos públicos y que ahora no tienen más remedio que poner ilusiones, talento y esfuerzo más allá de nuestras fronteras.

Los romanos consideraban al destierro el peor de los castigos, pero en la era del conocimiento habría que preguntarse si los castigados que ahora se van no nos están dejando un castigo mucho peor a quienes nos quedamos.

Porque en el momento de subirse al avión, quienes se marchan seguramente piensan que el problema es de ellos, pero una vez pasado el doloroso periodo de adaptación se comienzan a echar raíces en un suelo nuevo y a volcar el caudal de conocimientos, energía e ilusión en el país de acogida, y el problema, entonces, pasa a ser nuestro. De quienes nos quedamos huérfanos de un talento que ya difícilmente regrese.

El desarraigo es un agujerito persistentemente instalado en la boca del estómago que solo en algunos contados días de nostalgia sube hasta el pecho y se expande hasta oprimirlo, pero no es nada que no se pueda superar. Sobre todo si la alternativa es quedarse en un país que se empeña todos los días en hacerte saber que el lugar donde has nacido no quiere, no puede o no sabe darte una oportunidad.

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Sobre el autor

Licenciado en Periodismo por la UMA Máster en Comunicación Política y Empresarial Delegado de SUR en Marbella


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