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Héctor Barbotta

Marbella blog

Incosol

Ha cerrado Incosol y uno se pregunta cómo ha sido posible una agonía tan prolongada, ante tanta indiferencia institucional y, no evitemos decirlo, también social.

Mientras nos ocupamos de ver qué pasa con el puerto de La Bajadilla y los partidos toman posiciones para que quede clarísimo que si el proyecto fracasa la culpa estará en las filas adversarias y no habrá un gramo de responsabilidad en las propias; mientras asumimos como normal que las playas no hayan tenido socorristas hasta que se consumió la primera mitad de julio y que nadie se considere en la obligación de pedir disculpas por ello; mientras celebramos como un éxito la bajada del paro al inicio del verano y no nos atrevemos a pensar en octubre; mientras vemos cómo se derrumba la confianza en las instituciones por la codicia de algunos y la solidez facial de quienes deberían ser ejemplo de austeridad y de ética; mientras cualquiera que quiera seguir la actividad política se ve obligado a convertirse en un experto en sumarios, declaraciones, imputaciones o estrategias de defensa; mientras, en suma, asumimos como normal lo que solo es habitual, el mayor emblema del turismo sanitario en España ha cerrado sus puertas tras una agonía en la que nadie parece que haya movido un dedo para torcer lo que no debería haber sido su destino.

Incosol no es solo un establecimiento histórico para Marbella, ni un emblema del sector turístico que menos sufre la estacionalidad, ni un hotel por el que pasaron las más importantes personalidades que han pisado Marbella en los últimos 40 años, ni una marca potente con valor propio cuya desaparición es una catástrofe. Incosol es, o era, un patrimonio de Marbella y de la Costa del Sol, y su cierre nos empobrece a todos. Los afectados no son solamente los 138 trabajadores que han padecido durante un año el calvario de ver cómo languidecía su centro de trabajo y con él las carreras profesionales a las que dedicaron todas sus vidas y que ahora comienzan a padecer el calvario del paro con edades que superan en la mayoría de los casos los cincuenta años.

Las grandes capitales tienen catedrales; las grandes ciudades turísticas, hoteles. Sus edificios no son solo lugares de alojamiento, de trabajo y de creación de riqueza. Albergan la historia del lugar, sedimentada a lo largo de los años por la visita de personas llegadas de todos los rincones del mundo y que han ido dejando una huella en el personal recogida por el siguiente. Cada vez que un establecimiento histórico cierra, se pierde esa experiencia acumulada junto a un trozo de la identidad de la ciudad. Es una pérdida que no se subsana con una nueva apertura. Si ante todos estos motivos resulta incomprensible la indiferencia institucional y social, mucho más lo es si se observa desde la vertiente económica. Calcular todo lo que se mueve alrededor de un hotel, con trabajo directo, proveedores o imagen turística sería un ejercicio recomendable para quienes tuvieron en su mano la posibilidad de hacer algo para evitar esto.

Durante años ha llamado la atención que el canal autonómico tenga un programa decano dedicado a la agricultura y que el turismo solo aparezca en las pantallas de esa y de todas las cadenas cuando hay una operación salida o cuando nos invade una ola de calor. Si lo que cierra es un astillero de Cádiz, una mina de León, o una fábrica de Jaén, abren los telediarios, los tertulianos de radio y televisión se convierten en expertos de esos temas, las sociedades del entorno se movilizan exigiendo ayudas públicas, y a la media hora tenemos a algún oportunista con gesto grave haciendo promesas frente a las cámaras. Pero cierra un hotel con 200 trabajadores en nómina como ahora Incosol, o antes Las Dunas, o antes el Byblos, o antes el Don Miguel, se pasa página inmediatamente y ni siquiera aparece un responsable político fingiendo interés o asumiendo un compromiso que no tiene la menor intención de cumplir. Ante tanta indiferencia hasta se llegan a echar de menos las mentiras. Pero ni siquiera eso. Cierra un hotel y, oiga, aquí no ha pasado nada.

Y no es que en el caso de Incosol no hubiese escándalos a los que agarrarse para salir a protestar, ya sea por los tres millones y medio de euros que se deben a los trabajadores, según reconoce la propia jueza que decretó el cierre, o porque la entidad bancaria en la que está la hipoteca que ahoga cualquier posibilidad de reflotamiento es nada menos que Bankia, o porque cada nuevo propietario que pasó por el hotel fue haciendo bueno al anterior, o porque la administración judicial no trasladó en ningún momento la más mínima intención de salvar la actividad del hotel y se dedicó a ver cómo lo consumía el cáncer de la desidia. Ningún argumento de estos fue suficiente para vencer la indiferencia.

El hotel ha cerrado mientras todo el mundo se desentendía de su suerte, como si no existiera. Quizás sea porque sus trabajadores no cortaron puentes, ni incendiaron neumáticos, ni se encadenaron a la entrada de ninguna administración, ni se pegaron con la policía, ni fueron a acosar a algún responsable de algo a las puertas de su casa. No hubo plataforma solidaria, ni movimientos de indignados por la situación de Incosol. Apenas los directamente afectados se limitaron a protestar y a reclamar sus derechos mientras todos los demás miraban para otro lado, confirmando la tesis de los pesimistas que aseguran que como no hagas el cafre aquí no te escucha nadie.

Pero esa indiferencia no nos libra de las consecuencias del cierre. Incosol no está más, y todos somos ahora un poco más pobres.

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Sobre el autor

Licenciado en Periodismo por la UMA Máster en Comunicación Política y Empresarial Delegado de SUR en Marbella


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