No ha pasado tanto tiempo desde cuando lamentábamos si una lluvia recibía al fin de semana. Sin embargo, sólo esas personas que eligen vivir sin enterarse de lo que sucede a su alrededor pueden haber lamentado la tormenta que se desencadenó el viernes por la noche y que tuvo su repetición ayer por la mañana.
Está bien que llueva, aunque el agua que caiga sea insuficiente, al menos para recordarnos cuál era el paisaje habitual del otoño o para enseñarle a nuestros hijos fenómenos como el del arco iris, que en un años, si esto no cambia, sólo verán en fotografías. Las primeras lluvias del otoño acaban de caer ya entrado un mes de noviembre en el que nos seguimos moviendo con mangas cortas. Eso solo ya debería bastar para asumir el desastre que estamos viviendo.
La Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) pronosticó el pasado lunes una semana entera de lluvias en Marbella. En concreto, la previsión reflejaba un Tostón pasado por agua, con 100 por cien de probabilidades el martes, el miércoles y el jueves y un 80 por ciento el viernes y el sábado. Se preveía que recién para hoy, domingo, el cielo comenzaría a abrir.
Sobra decir que las previsiones fallaron de lleno, ya que no hubo en toda la semana ni asomo de lluvias, que recién llegaron el viernes por la noche.
No es habitual que las previsiones de la AEMET yerren el tiro de esa manera, pero no está claro que haya que señalar a la agencia por este error de previsión. No porque el pronóstico de lluvias pueda haberse confundido en algún momento con un anhelo, como si hubiera habido una confusión entre la realidad y el deseo, sino porque en un escenario climático sin precedentes como el que estamos viviendo seguramente elaborar las previsiones debe haberse convertido en una actividad donde la probabilidad de error se ha disparado.
Tradicionalmente ha habido una confusión lingüística entre clima y meteorología. Aunque el clima está determinado por las condiciones más o menos estables de una región y es la meteorología lo que refiere al tiempo que hará en un momento concreto, no pocas personas solían preguntar cómo estaba el clima cuando querían saber si iba a hacer frío o calor en los próximos días o si se podía planificar un día al aire libre o era mejor ir sacando el paraguas y el impermeable.
Sin embargo, con el dramático cambio que se está experimentando en el planeta en estos años, y por los que las generaciones futuras harán bien en juzgarnos con severidad, no está mal que preguntemos por el clima. Porque lo que se está alterando por esta ruptura de los equilibrios medioambientales que llamamos cambio climático no es el tiempo que hará el próximo fin de semana, sino las condiciones generales en todo el planeta. Y en el sorteo nos ha tocado la papeleta del desierto.
El calor que obliga a conducir con el aire acondicionado cuando ya hemos entrado en noviembre y la falta de lluvias que seca los pantanos no son ya una anomalía meteorológica, sino expresiones de una catástrofe.
Posiblemente sea la propia naturaleza humana la que hace que la máxima preocupación por este tipo de problemas surja primero en los países donde se sufre directamente. Hace ya ocho años que Maldivas, una isla Estado que desaparecerá inexorablemente en poco tiempo como consecuencia de la subida del nivel de los océanos, celebró un Consejo de Ministros bajo el mar y con sus dirigentes políticos enfundados en trajes de submarinismo. Pretendían denunciar la situación a la que se enfrentarían en poco tiempo si el mundo desarrollado no cambiaba de actitud. Aquel gesto que algunas voces calificaron de alarmista pero que no era otra cosa que un desesperado grito de socorro en mitad del Océano Índico no tuvo más repercusión efectiva que conseguir colarse en el espacio final de los telediarios, el que se suele dedicar a las noticias extravagantes. Greenpeace publica periódicamente recreaciones de cuál es el futuro que le espera a las ciudades costeras, con el mismo resultado.
Hoy ya sabemos que aquí, en la Costa del Sol, no estaría de más comenzar a preguntarnos cuál será nuestro destino económico cuando el termómetro empiece a subir en los países de nuestros mercados emisores y el impulso que invita a los turistas a refugiarse en las playas del Mediterráneo para escaparse del frío comience a menguar. Sobre todo cuando nuevas señales confirmen que marchamos aceleradamente hacia un destino desértico en el que el agua comenzará a ser un bien preciado y escaso.