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Héctor Barbotta

Marbella blog

Nuevos tiempos

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Durante los primeros días de agosto, en una semana clave para el turismo, la ciudad ha visto reducido su servicio de taxis. El conflicto que comenzó en Barcelona, se extendió después a Madrid y a las principales capitales de provincia, incluida Málaga, acabó llegando a Marbella, donde los taxistas se plegaron a la protesta, con participación activa de algunos de ellos en las movilizaciones y los cortes de tráfico en la capital.

De esta protesta, que se levantó el miércoles por la noche pero cuyos capítulos subsiguientes nos esperan seguramente a la vuelta del verano, se ha dicho repetidamente que es una huelga. Sin embargo, esa definición ni es correcta ni permite comprender su verdadera naturaleza. Porque la huelga de taxis no es una huelga, es un paro patronal.

 

Las huelgas las hacen los trabajadores, por ejemplo los asalariados del taxi, cuando quieren mejorar sus salarios o sus condiciones de trabajo o cuando protestan frente a despidos o la pérdida de derechos. En el conflicto del taxi no se está dirimiendo nada de eso. La protesta del taxi no la han montado los asalariados, sino los propietarios de licencias, que son, para entendernos, la patronal del sector. Lo que se está dirimiendo en esta polémica es cómo se resuelve la reconversión a la que el sector se enfrenta por la irrupción de una competencia que ha llegado bajo el paraguas de dos de los elementos que marcan la economía de estos tiempos: las nuevas tecnologías y lo que, con el cinismo propio de esta época, ha venido a llamarse economía colaborativa.

La economía colaborativa no es otra cosa que el nombre que se le ha dado a la precarización absoluta de las condiciones de trabajo mediante el camuflaje de la naturaleza de la relación entre empleador y empleado. Se la disfraza de un acuerdo de colaboración entre iguales facilitado por las nuevas tecnologías cuando en realidad es lo de toda la vida: de un lado una persona desesperada por trabajar y del otro, alguien que se aprovecha de esa situación para optimizar su tasa de ganancia. Es lo que se ha visto, por ejemplo, en el reciente conflicto que sacó a la luz pública la situación de los trabajadores de algunas plataformas de reparto de comida a domicilio.

Lo que está pasando con el taxi ya pasó antes con otros sectores de la economía, que afrontaron con más o menos resignación y con más o menos capacidad de resistencia y adaptación las consecuencias de los nuevos tiempos. Lo que sucede es que en este caso hay dos diferencias de peso. Una radica en que no todos los afectados por la irrupción de nuevos actores y el asentamiento de un nuevo ecosistema tecnológico aún con regulación insuficiente tienen la posibilidad de bloquear las grandes avenidas, hurtar a los ciudadanos un servicio básico e incluso ejercer cierto grado de violencia con impunidad sorprendente.

La otra gran diferencia es que esa capacidad de presión ha permitido hasta ahora al sector del taxi crear un sistema que convirtió las licencias en una mercancía cuya cotización nada tiene que ver con el fin de servicio público con el que se conceden y que ahora, con la nueva situación, se tambalea peligrosamente. Quienes se endeudaron para pagar una fortuna por una licencia de taxi ven ahora que las condiciones están cambiando y pelean, lógicamente, por mantener lo que había. Por eso no admiten, para nivelar el desequilibrio entre licencias de VTC y licencias de taxi, que se aumente el número de éstas, sino que exigen que se reduzca el número de aquellas.

El conflicto del taxi, en resumen, no es otra cosa que una colisión entre un sector regulado y en el que se han producido excesos y otro que llega con un modelo bajo la sospecha de estar basado en una ingeniería legal pensado para regatear las normas, incluidas las laborales y las fiscales. Desde que hace años estalló el ‘caso Ballena Blanca’ sabemos por qué motivo hay sociedades que establecen su sede social en Delaware. Aquí estamos ante uno de esos casos.

No es fácil adivinar cómo se resolverá este choque entre lo de siempre, que merece una revisión, y lo nuevo, que viene a arrasar con lo que había con esa falacia tan repetida en los últimos tiempos por los partidarios de la desregulación absoluta de que no se le pueden poner puertas al campo.

Lo que ha distorsionado la percepción de lo que está pasando es que el colectivo de taxistas, del mismo modo que lo hace cada vez que se enfrenta a un conflicto, actúa como si las normas, para las que exigen respeto por parte de los demás, no fueran con ellos. Ya lo hicieron hace algún tiempo cuando los taxistas de Málaga reclamaban para sí el monopolio de la recogida de viajeros en el aeropuerto. En aquella ocasión, los taxistas de Marbella fueron víctimas de la violencia de sus compañeros de Málaga. Ahora han sido partícipes con exhibiciones de violencia pasiva, porque no se puede llamar de otra manera el bloqueo por las bravas de las principales avenidas en las grandes ciudades, y también de la otra. En Marbella se han registrado más de 15 incidentes, dos de ellos con personas heridas, y hay que preguntarse por qué a este colectivo se le permiten actuaciones que van mucho más allá de lo razonablemente tolerable.

En cualquier otro conflicto, las agresiones que han sufrido los VTC hubieran generado una reacción social y sobre todo institucional que en esta ocasión se ha echado de menos. Que se les permita bloquear las calles y la circulación de una manera tan impune y que se tolere que no cumplan con el servicio público que tienen encomendado refleja la situación de privilegio en la que se mueven.

Es esa situación de privilegio lo que han estado defendiendo con esta protesta de la que no han sacado nada, salvo un deterioro profundo del prestigio social de su colectivo. Sin embargo, no puede decirse que lo que viene, bajo la piel de cordero de la modernidad, vaya a ser mejor.

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Sobre el autor

Licenciado en Periodismo por la UMA Máster en Comunicación Política y Empresarial Delegado de SUR en Marbella


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