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José Becerra

La provincia a vuelapluma

La Torre del Moro de Benaoján

 

 

 

 
La Torre del Moro, tras una copiosa nevada.Foto:benaojan.es 

 

                  La Torre del Moro, en las cercanías de Benaoján, es como una cuña en el tiempo. En el tiempo y  en el paisaje abrupto de la Serranía de Ronda, allí en donde ésta suaviza sus formas agresivas  y los accidentes telúricos hicieron posible la aparición del valle. Un valle  al que vino a regar las aguas de un río, el Guadiaro, las cuales  al llegar hasta su curso se amansan cuando el estío extiende sus tentáculos por lomas y sierras. Luego, el caudal se torna   emborricado   y tumultuoso  merced a las aguas altas y salvajes de los inviernos lluviosos.

   Un lugar propicio desde siglos atrás para  el asentamiento humano. También para el hábitat sedentario del homo erectus y  neandertales o Sapiens, los cuales  cimentaron las formas de vida y el arte paleolítico y neolítico –cuevas de la Pileta y el Gato, testimonios fehacientes de su paso-.   Bípedos, que dejaron huellas  anteriores a las de   tartesios, íberos, y posterior aluvión humano. Unas y otras   reflejaron el paso de viejas civilizaciones que le concedieron al lugar  mejor savia. Mestizajes y supervivencias culminadas  con la introducción en el sur peninsular de la etnia árabe, con lo que se convertiría en cuba de sedimentación de pueblos.

   El paisaje presenta una gradación que oscila entre campos ásperos y estériles hasta fértiles heredades de olivos y árboles frutales, incluso de esbeltos y gigantescos nogales y gráciles mimbreras. Fueron mudos  testigos de acontecimientos históricos.  Como la sublevación de los moriscos que puso en pie de guerra a esforzados lugareños, quienes  dependientes del antiguo reino de Granada, elevaron en 1569  como rey de las Alpujarras a Abén Humeya, hasta que su insurrección sucumbió a manos de las huestes de Juan de Austria.

    Mientras subo a paso lento, que así lo requiere la pendiente de la loma que domina la otrora feraz Dehesilla benaojana, campos de vid yermos ahora, rondan por mi cabeza los fantasmas de moros  y moriscos que por aquí deambularon, siglos ha, para dejarnos un panorama casi idílicos de higueras, chumberas, membrilleros y zarzamoras bien delimitados por mojones y paredes de piedra seca, que a cordel señalan las diferentes suertes y propiedades rústicas remozadas en  los nuevos tiempos.

   Y bullen en mi mente los versos coloristas del romancero –en todo lo alto del cielo, desafiando los ardores del sol que ya apunta hacia su cenit, el vuelo pesado de un aguilucho perdicero – que con pocos añadidos  dialectales han llegado hasta nuestros días: “Viérades  moros y moras /  todos huir al castillo / ; las moras llevando ropa,  / los moros harina y trigo /,  y las moras de quince años / llevaban el oro fino,  / y los moriscos pequeños / llevaban la pasa y el higo”.

   Pero la torre albarrana no es tal, que el tiempo desmochó su altura pétrea y de las ventanas que le prestaban su condición de atalaya para otear el horizonte, no queda sino una de las paredes; eso sí, desafiando al tiempo, firme a la ventisca y a las demás inclemencias atmosféricas. Puede verse a lo lejos desde las inmediaciones del pueblo, cuyos vecinos la consideraron siempre como una de sus señas de identidad. Y se pueden tocar sus piedras  carcomidas y calcinadas si nos acercamos a ella.

   ¡Si estas piedras hablaran, cual amargo habría de ser su relato! “Pues salieron los desventurados moriscos – como lo describen los cronicones medievales-  “por sus días señalados por los ministros reales, mezclados los de a pie con los de a caballo, yendo unos entre otros, reventando de dolor, y de lágrimas, llevando gran estruendo y confusa vocería, cargados de sus hijos y mujeres, y de sus enfermos, y de sus viejos y niños…, apretados allí con sus personas, alhajas y baratijas…,con sillones, alforjas, botijas,  cestillas, ropas, sayos, lienzos , manteles, cada cual con lo que tenía”.  Muchos huyeron, otros muchos perecieron en la guerra desigual.

    La torre, esta torre que se niega a desaparecer presenció la huida, la diáspora morisca. La pared que permanece altiva todavía proyecta sombras sobre las tierras que fueron regadas por la sangre de los que antes la labraron con tesón y  esfuerzo, cimentado unos modos agropecuarios que son sonoros nombres llegaron hasta nuestros días.

  

  

 

 

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Sobre el autor

Nacido en Benaoján, 1941. Licenciado en Lengua y Literatura Española por la UNED. Autor de varios libros. Corresponsal de SUR en la comarca de Ronda durante muchos años.


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