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Héctor Barbotta

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Las cuentas de Michelle Obama nos dejan en evidencia

Uno puede estar más o menos de acuerdo con la utilización demagógica que los grupos radicales del conservadurismo norteamericano hagan del asunto, pero no por ello deja de causar admiración que las cuentas del viaje de Michelle Obama a Marbella hayan salido a la luz con inhabitual precisión: 213.124 dólares en horas de vuelo, alojamiento y manutención del personal del avión y 254.461 dólares en gastos de seguridad. Y cada uno de estos apartados con las cantidades desagregadas hasta el último detalle.
Que un grupo de radical oposición al gobierno norteamericano, como es el caso de ‘Judicial Watch’, haya conseguido –tras una demanda presentada a la Fuerza Aérea de Estados Unidos y apelando a una ley federal ante el Servicio Secreto– tener acceso a las cuentas oficiales del viaje no solo pone en evidencia lo lejos que todavía estamos a este lado del Atlántico en materia de transparencia sobre lo que suponen para las arcas públicas los viajes oficiales y no oficiales de nuestros representantes políticos, empezando por el jefe del Estado y terminando por los concejales de Turismo. También constituye un ejemplo de la consideración que el dinero de los contribuyentes tiene para la sociedad de Estados Unidos. En eso también estamos lejos.
El contraste resulta doloroso. Y no solo por la opacidad en el manejo de las cuentas públicas que volvió a salir a la luz en el accidentado último viaje del Rey, lo que no deja de ser una anécdota, sino, sobre todo, por la alegría con la que vemos que continuamente, aún en momentos económicamente dramáticos, se utiliza el dinero de todos.
La diferencia consiste en considerar que el dinero público es precisamente de todos, y que por lo tanto la sociedad tiene derecho a saber en qué se gasta –y cómo y quién controla su destino– o actuar como si ejercer un cargo público diera derecho a patrimonializar esos recursos, a utilizarlos discrecionalmente sin dar cuentas o, lo que es peor, a no asumir responsabilidad sobre su destino.
En las últimas semanas hemos tenido noticia de que en Estepona han desaparecido 200.000 euros de la caja del Ayuntamiento. La investigación apunta a una empleada municipal y a un modus operandi sencillo. Se cobraban tasas en efectivo por diferentes servicios y el dinero nunca entraba en las cuentas municipales. La investigación apunta a que el asunto comenzó en 2009 con cantidades pequeñas y fue aumentando a medida que la sospechosa comprobaba que los controles brillaban por su ausencia. Así hasta sumar los 200.000 euros.
Con más de un millar de trabajadores en nómina, lo alarmante no es que haya aparecido una presunta sinvergüenza. Eso puede suceder  incluso en las mejores familias y no criminaliza a nadie más que a la persona directamente responsable.
Pero lo que sí es preocupante y funciona como descripción no ya de una época sino de una criterio acerca de qué es el dinero público, es que hayan tenido que transcurrir tres años y un cambio en el gobierno municipal antes de que un sencillo control pusiera en evidencia el desfalco.
El hecho de que no exista una extendida conciencia social acerca de qué es y de dónde sale el dinero público solo es una parte del problema. La otra parte, derivada del anterior,  es que hay demasiados cargos electos que ejercen su responsabilidad sin tener en cuenta que custodiar el buen uso de ese dinero es su principal obligación.
Durante demasiados años llegar a una administración pública ha significado para los cargos políticos la oportunidad de ejercer la generosidad y la filantropía. Pero no la generosidad con el dinero propio, sino con el ajeno.
Hubo una minoría de delincuentes que fueron generosos consigo mismos. Pero hubo otros, la mayoría, que la ejercieron en su entorno como una manera de perpetuarse en el poder y así poder seguir siendo generosos y alimentando una rueda que ha llevado a las administraciones a su actual situación de ruina.
Algunas de estas situaciones se dirimen hoy en los juzgados. Otras se intentan corregir en los despachos renegociando situaciones de privilegio que las arcas públicas ya no pueden seguir sosteniendo y que resultan ofensivas para quienes sufren recortes en sus trabajos y en sus empresas o que se han quedado ya sin empresas o sin trabajo.
Hubiera sido mejor que nos hubiésemos percatado de que el dinero público es de todos por una simple cuestión de conciencia cívica. Lamentablemente ha sido la crisis la que ha venido a enseñarnos la lección. Está en nosotros aprenderla.

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Sobre el autor

Licenciado en Periodismo por la UMA Máster en Comunicación Política y Empresarial Delegado de SUR en Marbella


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