Si echamos la vista atrás en la historia próxima y lejana veremos que jamás una campaña electoral había durado tanto tiempo, ni siquiera en los tiempos más convulsos que precedieron a la España de ambas Repúblicas. Desde que Zapatero anunció las elecciones y la disolución del Congreso y el Senado van a transcurrir cerca de cinco meses, en los que si bien no se procedió a la pega de carteles en esquinas y plazas, nuestros políticos viven en pleno delirio electoral, atendiendo tan solo a arrimar el ascua a su sardina. No se alza una voz para apuntar el deterioro imparable del tejido laboral y social y arbitrar soluciones para poner remedio desde ya y no aplazarlo hasta cuando las urnas le premien.
Oído al dato que dijo el clásico: El proceso electoral para el 20-N nos va a costar a los españoles 125 millones de euros. Un dispendio absurdo en una situación económica límite que no va a servir para casi nada, sino para reafirmar una intención de voto que ya está tomada.
Ninguno de los dos grandes partidos en liza, pero sobre todo, el que todavía tiene la obligación de gobernar, arbitra medidas creíbles para sacarnos del impasse en el que nos encontramos. No oímos sino promesas del uno y otro lado, pero cuando las urnas muestren su veredicto. Entre medias, el paro crece irremediablemente, el empleo juvenil continúa por los suelos, la Seguridad Social pierde cotizantes, los jubilados temen por sus prestaciones, la Sanidad flaquea y los bancos – emporios todopoderosos- niegan los créditos para que las empresas se reconstituyan y el sector inmobiliario se reactive para que así se puedan crear puestos de trabajo.