El pan cortijero
De los cortijos antiguos de la provincia de Málaga, que fueron muchos y bien repletos de labriegos, escardadores, segadores( éstos de unían a la población fija del caserío en tiempo de recolección) y gañanes, van quedado, por desgracia, muy pocos. Y los que quedan, remozados, con aires de edificación que calca los modelos de las casas del pueblo más cercano, habría que disponer de fotos con olor a naftalina y a baúl con residuos de los recuerdos para tener una idea de cómo eran cincuenta años atrás.
La imagen de un antiguo cortijo, sin embargo, permanece inalterable en la mente, por lo menos en la de aquellos que peinamos canas y vimos como una buena parte de nuestras vidas transcurrió en el interior de la provincia y en lugares bien alejados de las ciudades.
El cortijo se levanta solitario en la vastedad de los campos de labor y es el santo y seña que humaniza el paisaje, suavizando la aridez del llano o la aspereza que siempre proporcionan las quebraduras de las sierras. Hoy, son contados los cortijos que siguen en pie. Quizás perduraron las cortijadas o unión de diferentes edificaciones levantadas con idénticos fines que los cortijos aislados pero con más elementos humanos. Aquellas se transformaron el paso del tiempo y acabaron en pedanías o pequeños núcleos de población anexos al pueblo en cuestión. El cortijo solitario no corrió la misma suerte, como queda dicho. O se transformó en “casa de campo” de los antiguos hacendados o arrastraron su abandono y ruina hasta fenecer.
Cuesta creer que en los muros que quedan en pie y se desmoronan a ojos vista – no es raro que se puedan completar en la vastedad de la Serranía de Ronda – albergaron a gente que dieron pie a un modo de vida singular, casi de subsistencia autárquica. Se comía y bebía de lo que daba el campo. En contadas ocasiones se iba a la ciudad, si no era, en el caso de los gañanes, a la “vestía” o el cambio de ropa, a la fiesta del Patrón.
Esta independencia exigía dotar al cortijo de elementos que hicieran posible la permanencia sin necesidad de recurrir a terceros, por lo menos con menor asiduidad que los habitantes de pueblos. El trigo cultivado aseguraba la harina necesaria para el pan diario; la vid permitía el mosto para el año; el olivo, el aceite; el ganado –cerdos, ovejas, cabras y reses – la leche y el queso, amén de los embutidos fabricados en el recinto dándose vida a una de las escenas más vivas y pintorescas que imaginar se pueda: la matanza casera, un canto alegre al “comamos y bebamos, que luego moriremos,” un aserto acuñado por ancestros medievales y que cada cual hace suyo con regocijo para la ocasión.
La Serranía de Ronda está cuajada de testimonios pasados del comercio panadero en la Edad Media y, sobre todo, en la época de denominación árabe, mudéjar o morisca. Hasta hoy se conservaron molinos harineros (sólo en Benaoján siguen en pie, aunque sin uso y arruinados acondicionado con fines turísticos, seis de ellos: La Molineta, el Santo, Manolito Montes, Diego el Retorneado, el de Abel Sánchez y las Cuatro Paradas). El tipo de pan consumido hasta prácticamente mediados el pasado siglo tenía implicaciones sociales: el pan blanco era privilegio de los ricos y el negro estaba reservado para los pobres. Paradojas de la vida. Ahora es el negro el más apetecido, de más saludable y con un precio superior al blanco.
Se elaboraba a mano en el propio hogar o en el pequeño horno local hasta finales del siglo XIX, cuando el trabajo manual fue reemplazado por máquinas. El pan a puño, como se había elaborado desde la noche oscura de los tiempos, duró en la Serranía de Ronda poco menos que hasta ayer mismo. El calorcillo de los hornos de pueblo, en los que ardía la mejor leña de encina, atraía a ociosos que, pese a su antigüedad todavía contemplaban el milagro de cada madrugada: el paso de los escasos elementos que se conjugaban a la obtención final de las hogazas, “mollencas” (tiernas) olorosas y doradas. Expuestas a los ojos de todos no sin expresa admiración. Arremangados y musculosos, los panaderos, por desgracia, siendo el escenario semejante, no tuvieron un Velásquez que los inmortalizara como hizo con los forjadores de la Fragua de Vulcano.
De pequeño no perdía ocasión de acompañar a un tío mío, panadero de profesión, en su tarea de amasar, leudar y formar los panes – y los molletes, roscas, teleras …- por medio de la fuerza de sus puños y la destreza que le concedían sus muchos años de oficio. Miraba extasiado cómo la bola de masa – harina, agua y sal, en esencia – se extendía en el tablero enharinado para volver a recomponerse en rulo en el que se fijaban por leves segundos las huellas de los dedos del que los sometía al milagro de la transformación. Reposaban luego las piezas al calorcillo del horno en cuyo interior las brasas se avivaban para acoger el amasado de cada día. Maestros toques y no menos diestras cuchilladas daban luego forma definitiva al pan, dejándolo listo para la acción comedida de las llamas.
En la comarca rondeña, no sólo en cortijadas y gañanías se cocía el pan para consumo de labriegos fijos y temporeros, sino en las casas de particulares. Se hacía el amasijo cada cierto tiempo, el necesario para que los panes, guardados en arcones de madera, no desmejorasen en textura y sabor. Luego se imponía una nueva hornada, cuyo ritual andaba parejo al de la matanza casera, con la que se hacía provisión anual de chorizos y morcillas fritas y bien conservados en tinajas de barro para el resto del año.
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¡Oloroso pan serrano que concede pincelada aromática tan particular a los pueblos recién despertados al nuevo día! El pan presente en todas las casas, las humildes y las encopetadas. El pan que entra bien con el vino, las uvas y el queso; con el chorizo rondeño y la morcilla jimerana; con el caldo de la olla y el jamón y el tocino curados.
El olorcillo del pan recién hecho se expande por las callejuelas estrechas de Montejaque, Jimera, Benaoján o Igualeja como el mejor reclamo para que los veceros (parroquianos) acudan presuroso a la tahona de toda la vida, aunque el progreso y la tecnología hayan cambiado tercamente su fisonomía y la máquina haya suplido al rudo esfuerzo humano. Pero hay quien se resiste y todavía se puede encontrar el pan de puño y leña. Sólo hay que proponérselo y hacer una escapada al interior. Si hay que pagar un alto precio, vale la pena que sea por este pan con el sabor de antaño y con reminiscencias de modos de vida y enjundia rural que podría pensarse ya finiquitados.
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