Pasado el Día de los Difuntos (2 de noviembre), la castaña y los castañeros viven los momentos de mayor apogeo del fruto y de su venta posterior. La recolección de la castaña por la que se distinguen algunos de los pueblos de la provincia malagueña (Alpandeire, Júzcar, Cartajima, Igualeja y Parauta) empieza en el mes de octubre, cuando ya se vaticinan sus días de esplendor.
Es un puro gozo ver en las faldas de los montes que los rodean o trepando hasta llegar al roquedo desnudo y calizo, no pocas veces estratificado, los árboles en flor, y enseguida ofreciendo a la vista el fruto que luce su tersura en una cápsula espinosa que le sirva de coraza contra los insectos depredadores. Lástima que a ella sean inmunes otros saqueadores – los humanos – que poniéndose por montera los esfuerzos y penalidades de los labriegos propietarios del terreno llenan sus morrales de castañas para el condumio propio o venderlas al mejor postor.
Los que sí pueden, y de hecho ya lo vienen logrando, evitar la acción de estos depredadores amigos de lo ajeno es la Guardia Civil. La Benemérita, dentro del “Plan contra las sustracciones en explotaciones agrícolas y ganaderas”, ha evitado en los días en que la recolección de la castaña ocupa a buena parte de la vecindad serrana infinidad de hurtos con la detención de saqueadores que pensaban que los campos son de nadie, ni siquiera de los que lo cultivan. Craso error, como se ha demostrado.
En estos días, antes y después de ir al encuentro con nuestros muertos en los camposantos, la gente de la serranía de Ronda convierten a la castaña en un tótem al que rinden `pleitesía´. Se suceden los tostones familiares y las fiestas juveniles organizadas con este pretexto.
En los pueblos del Guadiaro, que lame las tierras de varios pueblos serranos antes de ir al encuentro del mar, siempre hubo familias vinculadas el negocio modesto y familiar de la castaña, ese peculiar fruto de la familia de las fagáceas. Se trasladaban a los pueblos en los que los castañares crecían y emperifollaban para en un negocio de trueque que consistían en cambiar de puerta en puerta escobones y escobas por cuartillos de castañas (“Gente de montaña paga con castañas”, dice un proverbio serrano), que una vez tostadas se vendían en las esquinas o de puerta en puerta, “media docena, un real”, que era la usanza de los años posteriores a las décadas del hambre, mediado el pasado siglo. Porque lo cierto es que la castaña constituyó una fuente de alimentación en el sur de Europa, no digamos en España en los años posteriores a la Guerra Civil
Uno de los recuerdos que guardo indeleblemente de estos días otoñales en los que se estrenan los primeros fríos, que en la zona suelen ser intensos, es la de estos tostones, que sin grandes alharacas se hacían en mi casa de Benaoján. Mi madre, aprovechando una olla desportillada y fuera de uso, agujereaba la base con un grueso clavo y medio lleno de castañas- nunca lleno del todo, ya que hay que removerlas – y la colocaba sobre un fuego vivo de carbón. El olorcillo expandido que acariciaba el olfato era el preludio de la grata sensación de tenerlas en la mano y hacer crujir la piel ya tostada antes de llevármela a la boca.
Los tostones serranos han proporcionado encuentros y felices noviazgos que acabaron en bodas. Las reuniones se celebraban a puerta cerrada en algún domicilio de alguno de los participantes. Se tostaban castañas en el patio y se consumían en el interior, acompañadas de anís o de alguna que otra bebida reconfortante. Los bailes duraban hasta la madrugada o hasta que las brasas del fuego que habían hecho posible el tostón se consumían convertidas en cenizas.
Estas fiestas alrededor de la castaña duraron hasta hace muy pocos años. Las discotecas y los lugares de diversión públicas acabaron con ellas. A los mayores nos queda el regusto de aquellos encuentros festivos que fueron santo y seña de los pueblos de la Serranía de Ronda y de la misma Ciudad del Tajo. Con nostalgia los rememoramos quienes ya llegamos a edad provecta.