Consecuencias del estigma de las corrupciones
José Becerra
Las corrupciones, que son el plato que se nos ha servido, ya caliente, ya frío, en los últimos tiempos, además de su inequívoca maldad, está haciendo florecer otras consecuencias que obran en detrimento del sentir del ciudadano de a pie que venía confiando en el buen hacer de sus políticos elegidos para desempeñar cargos en la Administración del Estado en cualesquiera de los distintos escalafones que la componen. Que está bien que se luche con denuedo contra esa lacra que ha venido socavando el entramado que componen las diversas ramificaciones que desde lo más alto de las instituciones estatales llegaron hasta las menos descollantes, caso de ayuntamientos de escasa significación, pongo por caso. Que es necesario y perentorio que se luche contra la putrefacción que se ha venido dando en los diversos estamentos públicos cuyos altos responsables se pusieron por montera la honradez y la decencia necesarias para ejercer el cargo que le fue concedido por decisión de la ciudadanía a la que debe su elección. Está bien que se vele por la decencia y el buen hacer en sus funciones.
Pero ocurre que a raíz de esta cruzada de diferentes partidos políticos, que puede ser bien intencionada, se están cercenando en su raíz proyectos ofertados en favor del desarrollo económico, social y cultural de ciudades y sus entornos; con lo que esta exagerada persecución de posibles casos delictivos puede significar una sinrazón, ya que ni por asomo persiguen objetivos fraudulentos, con lo se está obteniendo consecuencias adversas a su desarrollo.
Se están bloqueando cantidades exorbitantes de euros – se habla de más de 14.000 millones- en inversión en obras que, por este motivo, las empresas promotoras se las ven y desean para iniciar su cometido. Los casos de oposición a proyectos fallidos se han venido sucediendo en un paroxismo infundado contra los propios intereses de ciudades como Madrid – caso del magnate chino Wang Jianlin – Zaragoza, La Coruña o Cádiz, entre otras, en las que las inversiones en ladrillo se volatizaron en un prurito de salvaguarda no se sabe bien qué tipo de intereses.
Para ver un caso flagrante en esta cruzada exageradamente engendrada con fines que se nos escapan, no tenemos que irnos demasiado lejos. En Málaga acaba de saltar por los aires un proyecto cultural del celebérrimo actor Antonio Bandera, quien hastiado de que se le pusieran trabas insalvables, lo suficientemente adversas como para que desistiera de sus encomiables intenciones de apadrinar un centro destinado a la formación de intérpretes y artes escénicas, amén de otros elementos de carácter instructivos, optó por la renuncia. Un loable empeño tirado por la borda para desgracia de la ciudad. Un propósito honrado y loable del que Málaga se beneficiaría y que se ha ido al garete por un prurito de transparencia totalmente infundado. Seguro que otras capitales españoles acogerán la plausible oferta del actor, seguros de los bienes que le aportaría.
Un sinsentido tras otros que prejuzga de antemano y lleva a extremos inconcebibles de negación a propósitos honrados que habrían de reportar bienes culturales y beneficios sin cuento, al mismo tiempo de propulsar, por ejemplo, la creación de puestos de trabajo.
Es un sano anhelo luchar contra la corrupción, pero también debe serlo discernir si ésta hace o no acto de presencia en proyectos que nos benefician a todos. Su estigma no campea para nuestra suerte por doquier.