Una feria rondeña deslumbrante
JOSÉ BECERRA
Presumiblemente cuando aparezcan impresas estas líneas la septembrina feria de Ronda estará tocando su final. Pero aún así toca hablar de este evento porque enredados en las calles de la ciudad aún perdurarán sus ecos. No es tarea fácil que se borren como por ensalmo tanto esplendor mantenido durante la semana o se difumine un embrujo que cautivó en esos días festivos a propios y extraños.
El verano, caluroso y bullanguero, toca a su fin. Se despueblan los pueblos costeros malagueños y las playas vuelven a estar solitarias, hasta ahora atiborradas de gente ansiosa de pasarlo bien junto al mar. Se acabó respirar su brisa cercana y benéfica al tiempo que el sol inclemente tostaba sus cuerpos indolentemente arrellanados en la arena. Cada mochuelo a su olivo parece significar las carreteras ocupadas por el gentío que se despiden de jornadas de diversiones y cuchipandas sin tasa. Se acaba el verano y su esplendor se trastoca para venir a lucir su apogeo en la Ronda sempiterna que acoge a quienes no acaban de despojarse del marchamo del estío y otean horizontes serranos en donde en estos días lucen su talla mujeres retrecheras, briosos corceles y enjaezados carruajes que merodean la plaza de toros. Ronda toda, además de presenciar cómo maestros del toreo alardean de su gallardía ante el toro de turno, es trasunto de un vivo clamor en una feria septembrina que destila brillo y color por los cuatro costados.
Viene a morir el verano en el coso taurino sobre el que gravita la magia de la feria de Ronda. Es como si la costa cercana, que cada año venturosamente acoge a gente de medio mundo, escogiera a la ciudad del Tajo para poner broche de oro a unas vacaciones, a unos días de molicie, escarceos, ocio placentero y se volcara hacia el interior para la apoteosis final.
¿Cómo dilucidar las causas que convierten a la de Pedro Romero como una de las ferias de mayor relieve en Andalucía? ¡Son tantas y tan variadas! Pero habrá que empezar por el principio. Por el mito que alimenta la propia ciudad desde que los viajeros románticos del XIX coincidieron que es una de las pocas ciudades que exacerba las imaginaciones en grado sumo. La Ronda, alta y señorial, con su embrujo al que casi nadie quedó indiferente, díganlo si no, para no remontarnos a épocas muy lejanas, los escritos de Rainer María Rilke, Emingway, o el mismo Orson Welles, levantisco cineasta de los años cuarenta, atrapan de tal forma que es muy difícil, cuando no imposible, apartarla del recuerdo una vez vista y vivida. Envuelve a la “ciudad soñada” un aura intangible pero tan real como la presencia implacable de su Tajo, que, a partes iguales, suscita admiración y temor.
Ronda romana – Acinipo, huellas de un pasado esplendoroso -, Ronda árabe, mudéjar y morisca, evocadora de correrías de moros y cristianos, de sucesos guerreros y amorosos de moros y cristianos, la media luna y la cruz, la espada y el alfanje, el reyezuelo y la hurí…” Viérades moros y moras / todos huir al castillo / las moras llevaban la ropa, los moros harina y trigo / y las moras de quince años /llevaban el oro fino / y los moriscos pequeños / llevaban la pasa y el higo”. Y la Ronda señorial, la de los palacetes y frescos zaguanes y fachadas en las que lucen nobles blasones y ocultan su intimidad con el hierro artísticamente forjado.
Conventos recatados, iglesias que parecen fortaleza – la del Espíritu Santo – y capillitas urbanas que hablan de la religiosidad popular que, si no es ajena a la que se acoge a los templos, se impregnan de los sentimientos de la gente sencilla que ignora o no entiende de ornatos y magnificencias. Murallas firmes al paso del tiempo y fuentes evocadoras, la plaza de toro y la Real Maestranza, cuna del fino toreo de raza, la Alameda, fresca y suntuosa…
Es difícil eludir el caudal de sensaciones que todas estas imágenes provocan al visitante – alguien dijo con razón que Ronda es tanto o más para el transeúnte que para el propio rondeño -, y que amalgamadas, subliminalmente, afloran en cualquier momento determinado. Como ahora con la feria de Pedro Romero.
¿Qué hace a esta feria del sur más al sur, única? A lo mejor son sus prolegómenos. La presentación de las damas goyescas, un bello guiño al sol como para atemperar sus rigores en estas fechas y un cálido homenaje a la galanura de la mujer rondeña. La prestancia de las jóvenes, que lucen sus singulares atavíos como si del suntuoso vestido de presentación en sociedad se tratase. Tal vez sea ese su trasfondo más genuino.
¿O lo será el festival de cante grande, que agrupa a los cantaores más famosos en los días en el que el agosto implacable de la Serranía toca a su fin? El embrujo de la voz y la guitarra en el quejido doloroso que en su esencia es el principio del fandango. El cante jondo en las voces templadas que hacen vibrar el alma con la toná, el martinete, la rondeña o la carcelera, el tanguillo y las bulerías.
Y al final, en el septiembre que atempera calores, la goyesca, la corrida por antonomasia de Ronda. Día grande, a fe mía, que diría un clásico, es éste. Calesas y mujerío, caballos enjaezados que ensayan pasos inverosímiles, jinetes retrecheros, famosos jactanciosos que se asoman a las cámaras y a los tendidos, toreros, vino, gentío…
Si me permiten, hasta me atrevería a terminar con unos torpes versos: RONDA toda es un único hervor./ El sol casas notables hermosea; / por la calle una beldad se pasea,/ ¡ Sus ojos verdes van pidiendo amor¡ /Vino, toros, mujeres: esplendor. / Un mozo pinturero donjuanea / A lomos de un cuatralbo al que espolea. /La feria septembrina, todo color./ En la plaza que un rey Borbón vio hecha, / Tres famosos diestros se han saludado, / (Ya la muerte en los toriles acecha). / Del tendido un suspiro se ha elevado,/ una oración, acongojada endecha /por el gran maestro jamás olvidado.