Las matanzas caseras de antaño en la Serranía de Ronda
José Becerra
Semanas atrás se pusieron en entredicho algunos de los productos de una fábrica chacinera de Benaoján. La sospecha creó la alarma en un pueblo que vivió y sigue viviendo merced a esta industria que ya cuenta con mas de un siglo a sus espaldas. Por fortuna la cosa no ido más allá de la inquietud natural provocada, pero que en este pueblo serrano no tuvo razón de ser. Los productos benaojanos se comercializan sin que nada ni nadie pueda poner en duda su salubridad y calidad: una realidad tangible del que pueden presumir las fábricas aquí asentadas.
Pocos usos y costumbres en la mítica Serranía de Ronda resultan tan claro manifiesto de apego a la vida y superación de hambrunas seculares a la vez que de momentos aciagos (recuérdense los años de extremadas miserias de la posguerra, agudizada en la región por el aislamiento geográfico y la postración económica consiguiente), que la epicúrea práctica de las matanzas de cerdos. Han durado de forma generalizada hasta ayer mismo cuando su continuidad se hizo harto problemática a golpe de decretos administrativos y la consecuente aparición de mataderos municipales, estrechamente vigilados por Sanidad. Es a ellos adonde deberán dirigirse casi invariablemente quienes decidan someter al sacrificio el ganado de cerda propio con fines de consumo familiar o su comercialización posterior. Sin embargo, a nadie se le oculta que las matanzas caseras formaron parte del acervo cultural serrano y poseyeron aliciente económico y social.
Sin obviar la normativa vigente ni soslayar la imposición del reconocimiento sanitario pertinente de los elaborados, pero para no perder comba en cuanto a la tradición firmemente asentada en la zona, se recurre a la fiesta casera entre gastronómica y bucólica por excelencia. En todos y cada uno de los pueblos de la Serranía constituyó una firme seña de identidad, perpetuada en las numerosas industrias chacineras que, últimamente a trancas y barrancas, llegaron hasta hoy. Porque fue en estas matanzas de cerdos caseras realizadas con muy pobres medios y escasos utensilios en donde hunden sus raíces las fábricas de embutidos de, entre otros, los municipios de Montejaque, Jimera de Líbar y Cortes de la Frontera, cuyos productos cuando fueron sabiamente elaborados atendiendo al recetario primigenio, celosamente transmitido de generación en generación, y se consideran como marchamo de calidad. Este buen hacer traspasó el límite de la comarca llegando, como en el caso de Benaoján, buque insignia de la industria de transformados de cárnicos en la provincia, hasta los más lejanos mercados lo mismo nacionales como extranjeros. Este es el motivo que hace muy difícil que la práctica de la matanza llegue a olvidarse, e incluso, por cuanto tiene de huella de un pasado al que no está de más que se viaje y se rememore siquiera sea por el aliciente de bucear dentro de la historia profunda de los municipios al sur del sur.
Hace más de un siglo que las matanzas de cerdos, puercos o cochinos, que son términos que se manejan sin posibilidad de equívocos en la zona, significaron una peculiar práctica culinaria y una costumbre que aquí se muestra como gala, y que se recuerda con nostalgia. Domesticado el animal porcino y sedentario el hombre del Neolítico, toda vez que renunció a la vida nómada, se comprobó la excelencia de esta carne e hizo posible el modo de obtenerla y conservarla a las civilizaciones y culturas posteriores.
Dentro de la diversidad de hábitos del entramado de pueblos, en la realización de la matanza anual -siempre mantuvo este carácter temporal, coincidiendo con el final del cerdo en la montanera, o bien con el inicio de los fríos si su vida transcurrió en la porqueriza- en esa disparidad, digo, se observaron siempre puntos en común: preferentemente tenían lugar en cortijadas o casas alejadas del núcleo urbano. Asimismo, la pretensión de todos era conservar para el resto del año jamones, morcillas y chorizos, amén de otras delicias culinarias, sin tener que recurrir a su compra en mercados extraños y con la garantía de consumirlos mediante el aval de la más lograda elaboración y calidad. Y es que la satisfacción de lo hecho en casa, máxime si se trata de alimentos, tiene difícil parangón.
Las mujeres, más madrugadoras que los hombres para este menester, eran las primeras en levantarse. Sin importarles haber sido las últimas en irse a la cama la víspera de la matanza – hay que dejar a punto condimentos e ingredientes y limpios como patenas los utensilios necesarios- suelen estar de pie mucho antes que el sol en el horizonte empiece a enseñorearse de prados, encinas y olivares. Calientan agua en inmensos calderos, afilan cuchillos, disponen el aguardiente y preparan el primer café mañanero. Completan la pitanza con tortas de chicharrones, posiblemente los últimos vestigios de la matanza anterior.
Enseguida hace acto de presencia el personal masculino- el de la casa y el invitado para el evento familiar-. Todos arremangados y dispuestos para la faena que promete ser larga y bullanguera. Del corral conducirán los condenados al sacrificio al lugar en donde el rito- porque de eso se trata, de un ritual con todos sus componentes- se consuma. Para entonces el guirigay desatado habrá llegado a su culminación. Gruñidos lastimeros de los que esperan su próximo final, imprecaciones de los improvisados matarifes, gritos de los niños que, despavoridos se incorporaron al bullicio general para no perderse la fiesta y risas de las féminas entreveradas con órdenes cursadas a las más jóvenes imponiendo su experiencia en mezclas y adobos.
Pronto, la estancia que suele ser la cocina, la pieza más espaciosa de la vivienda rural y campesina, se impregna toda de un olor áspero que raya con lo fétido: el de la piel chamuscada de los puercos, y en extraña mezcolanza, la sangre obtenida tras el degüello y que las mozas se apresuran a recoger en cuencos como preciosa materia prima para las que luego serán lustrosas morcillas. Pero el olor acre no se prolonga. Enseguida se sustituye por otro más familiar y gratificante: el de los ajos triturados, el vinagre, el orégano y el pimentón. En la barahúnda final se superpone dominándola por entero el más esperado y de mayor halago para el olfato y que no es otro que el que se expande merced a las frituras del lomo y el chorizo, elemento estrella de tan genuina contienda. En la bien orquestada interpretación de aliños y fogones la hora de los fritos y de perfilar los jamones marcan la hora final.
Fritas y embutidas las carnes, el paso siguiente se centra en lograr la más perfecta conservación. Para ello se recurre a lebrillos y tinajas y a la materia más apropiada, la manteca generosamente proporcionada. Se cuelgan del techo enristrados chorizos, previamente sometidos al secado más natural, el que brinda el sol sin tapujos. Lo propio se hace con los jamones, siempre dando cara al airecillo serrano frío y seco y, por eso mismo, pintiparado para la curación más eficaz. El tiempo y la vigilancia continua harán el resto.
Tan atávica costumbre, que tenía mucho de festiva y familiar, culminó con la floración de fábricas que hoy por hoy son modélicas en su buen hacer y la calidad de sus productos, expendidos y celebrados en media España.