“Ronda, alta y gélida” también describiría en los inviernos inclementes a la ciudad soñada de Rilke. Ronda meseteña, erigida sobre la planicie sin proximidad inmediata de sierras o montes que la cobijen o sirvan de valladar al frío norteño. Cuando se deja sentir, fino y lacerante, rasga la piel como fino bisturí y hiela el aliento.
“Ponte la bufanda y abrígate bien que en Ronda hace mucho frío”, solía decirme mi madre, solícita, cuando pensaba dejarme caer por la ciudad, décadas atrás, ascendiendo hasta ella desde uno de los pueblos que hacina sus casas a la querencia del río Guadiaro: el consejo era necesario y bien recibido. Efectivamente, en días crudos de invierno, en Ronda hacía más frío que en cualquiera otro lugar de la comarca. Titiritaba uno en el emblemático Puente Nuevo, seguía la tiritera transitando de arriba abajo la calle La Bola, y castañeaban los dientes en la estación de RENFE cuando se disponía el regreso. ¡Dios, qué frío hacía en la estación! Lejos todavía el despliegue de carreteras y la utilización de los automóviles un destartalado andén y un no menos desabrido tren prolongaban el frío hasta llegar y refocilarse al amor del hogar.
Me vienen estos recuerdos callejeando por la Ronda de hoy, sumida en el frío que abate a la Península por entero. Como era de esperar, aquí, cuando hace frío, lo sigue haciendo de verdad. Lo confirman los noticiarios que recurren a reporteros que se nos aparecen ateridos, sacudiéndose del gorro los copos de nieve, con un trasfondo blanco y el agobio de quienes tratan de conducir por carreteras cortadas. Belleza y atascos, imprecaciones y jolgorio. Cara y cruz de una situación que en Ronda no es rara pero que no deja por eso de impactar.
El frío relente ha vaciado la siempre bien concurrida calle de la Bola, en la que hay que recalar cada día, casi por obligación, cuando el tiempo no hostiga. El flagelo de los álgidos días arroja a los pocos que se aventuran a salir, buscar, ateridos, el calorcillo de los bares. Nadie se para delante de los escaparates, el vendedor de cupones de la Once busca aterido la complicidad de los vanos de las puertas, y el vendedor de menudencias vegetales, que ya forma parte, por su asiduidad al mismo sitio de la imagen de la transitada calle, maldice el día y levanta el tenderete con prisas y corriendo. Nadie en el estanco de Marcos Morilla, el fiel referente de la vía desde más de un siglo a esta parte.
Ronda desafía el frío a pecho descubierto. No tiene cerca, ya digo, las sierras que abrigan a los pueblos próximos. Le cogen lejos las escarpaduras de las sierras de Grazalema; el escudo de Tavizna que protege a Montejaque; los altos picos de Juan Diego que acunan a Benaoján, o los Alcornocales que mitigan el acoso gélido en el Cortes de la Frontera señorial. Se alza Ronda soberbia en su meseta y paga cara su arrogancia cuando arrecia el temporal y campea la ventisca sin trabas ni componendas.