El mal que nos atenaza
JOSÉ BECERRA
Lo mejor que se puede hacer y más necesario, si se quiere atajar la endiablada marcha que están generando los acontecimientos ante este avance de la que ya se reconoce sin subterfugios como pandemia, es reconocer su avance y virulencia. Ya se reviste con todos esos nefastos atributos a remolque de las victimas que está ocasionando. Obligado es ya admitir y aceptar sin tapujos que hay que quedarse en casa a resultas de la medida acertada que impone el Gobierno con más razón que un santo.
Vaya de antemano afirmarnos en la certidumbre de que se saldrá de este impasse que está suponiendo hoy por hoy el malhadado coronavirus, que Dios confunda. China ya da por bueno que está logrando bajar la cerviz a la dolencia que ahora nos tiene atenazado aquí y ahora y produce miedo e impotencia a partes iguales. Eso nos consuela algo. No lo hace y, por envés, exacerba el pánico, no tanto por los efectos de la afección como por la forma de transmitirnos las informaciones pertinentes por parte de quienes nos gobiernan. Postura que no ha tenido por menos que reflejarse en el mundo empresarial, los mercados y los bancos centrales. Se expande el temor de que la perturbación que sobrevuela nuestra condición de fragilidad orgánica a causa de la descontrolada epidemia ponga en un brete la economía mundial.
El escenario que nos deparan los momentos actuales por lo que atraviesa el país no se había conocido antes por mucho que escudriñemos la historia reciente. Todos sin excepción somos blancos perfectos para que la enfermedad anide en nuestro organismo, ajeno a cualquier remedio de inmunidad que pudiera torcer su macabro derrotero. Ahora se impone sin demora ni renuncias seguir las indicaciones que desde fuentes autorizadas médicas y políticas nos señalan con una tenaz insistencia.
Se suicida quienes piensen que estas exigencias no van con ellos, que son solo los viejos los que han de temer por sus vidas. Craso error, como digo. Se considera que seremos los que ya atravesamos la barrera de los setenta y con alguna enfermedad a cuesta quienes sufriremos en nuestras carnes las dentelladas de la infección con mayor saña. Los ancianos sí serán quienes lleven la peor parte. Hay quienes en los últimos días respiraban a aliviados por no haber llegado a una edad decrépita. Craso error: el mal latente no hace distinciones.
Si nos ponemos a observarlo comprobaremos que los medios de comunicación cuando anuncian un nueva victima del mal que nos hostiga con virulencia se apresuran a informar sobre la edad de las victimas en cuestión. Se respira aliviado si no superamos con creces la barrera de los cincuenta de años, merced a quienes transmiten las noticias de los fallecidos haciendo hincapié en la edad del contagiado como forma de tranquilizar a quienes no superan esa edad. Esos que piensan equivocadamente que se encuentran a salvo de los zarpazos del fatídico. Se equivocan a todas luces.La amenaza latente no conoce ni edades ni barreras infranqueables.
Sin embargo, y sin perder de vida la importancia del mal que nos abate, necesario es pensar de que de esta hecatombe que ha producido el malhadado COVID-19 en el mundo no cabe la menor duda que será agua pasada de aquí a pocos meses. Lograremos abatir la virulencia que hoy por hoy nos amedrantan y ponen en un serio brete a nuestra salud. Venceremos el mal que nos atenaza: se ha hecho en casos parecidos a lo largo de la historia con otras hecatombes, y ésta que nos atribula ahora no ha de ser la excepción.