Hasta ahora el abandono y la desbandada habían primado en los pueblos del interior de cualesquiera de las provincias de España: se consideraba poco menos que asfixiante la permanencia en los pequeños núcleos de población, y todas las miras desde ellos se ponían en las ciudades populosas, ya fuesen cercanas o lejanas. Ahora, por mor de la pandemia imperante, se vuelven los ojos hacia ellos y se consideran un remanso de paz y tranquilidad, mientras se despotrica de las urbes populosas castigadas por las acometidas despiadadas de ese enemigo tan invisible como mortal que es el virus.
Los obligados confinamientos y el no menos exigido distanciamiento de los demás – mi prójimo, mi enemigo – por mor del fatídico virus que nos mata y solivianta, nos ha hecho volverse las miradas a los pueblos, mientras más lejanos del tumulto ciudadano, mejor. Se nos antojaron siempre, y ahora más, lugares seguros para respirar a pleno pulmón, lejos de la vorágine de la ciudad. En los momentos ahora vividos con más razón para así poder esquivar las asechanzas peligrosas del enemigo común que nos amenaza y mata sin contemplaciones al menor descuido. Respirar tranquilos un aire puro libre de contaminaciones perniciosas. que se quiera que no, nos abaten en las ciudades populosas, y que nos lleva a pensar que así le haremos un quiebro al enemigo común que hoy por hoy nos solivianta y fulmina sin misericordia.
Casi con la misma celeridad de antaño en abandonar los pueblos en busca desaforada de una vida mejor en cuanto al sustento, se produce ahora un giro de noventa grados a la inversa: se mira con complacencia la vuelta al pueblo que a muchos les viera nacer; pero no solo a éstos, sino que la idea campea en capitalinos de toda la vida que ahora ansían – el teletrabajo se los pone fácil – residir en pequeños núcleos de población en los que esperan encontrar complacencias que las grandes urbes les niegan en lo que toca a las asechanzas medioambientales, a la vida agitada y al ruido desorbitados en ellas imperantes.
Un hecho que habla por sí silo del auge que inopinadamente viven los pueblos es que, contra todo pronóstico, lugares de esparcimientos como fueron los bares y tabernas de antaño hayan vuelto a reabrir sus puertas. Así mismo lo han hecho antiguos colegios de primera enseñanza: han vuelto éstos a resurgir merced a la chiquillería de familias que regresaron a su antiguo hábitat después de prolongadas estancias en ciudades que ahora se les antojas inhóspitas cuando no peligrosas, atraídos por la sencillez y tranquilidad de las vidas en ellos. Vuelven a sus lares quienes los abandonaron, pero también los moradores de siempre de populosas ciudades que ahora ven en los pueblos una más reposada existencia y un lugar en los que arrojar sus miedos en el cuerpo, les libera y contenta.
Datos inequívocos que confirman el aserto de la predilección por los pueblos en los últimos tiempos: en el pasado año la cifra que recoge ASEDAS, ratifica que en el pasado verano abrieron sus puertas más de un millar de comercios en pequeños núcleos de población para atender la demanda de quienes decidieron aposentar sus reales en el ámbito rural, huyendo de la quema del parásito devastador.
La España vaciada ahora recobra nuevos ímpetus y está en el punto de mira de quienes ven ella una tabla de salvación para no naufragar en los ámbitos en los que el virus se ha enseñoreado amenazando con sus garras a todo quisque que se ponga en su camino sembrando horror y destrucción.