Uno, que ya ha escrito mucho sobre los más variados asuntos, no podía dejar de escribir sobre sus nietos: son quienes en los que ahora nos recuerdan que pese a nuestra edad avanzada vale la pena aferrarse a la vida: con la vista puesta en ellos no puede por menos que hacernos pensar que todavía anidan en nosotros incontables sentimientos que afloran merced a un gesto o una sonrisa suya.
Tener hijos ha sido un regalo que iluminó mi existencia, pero me esperaba otro acontecimiento que poco tiempo atrás se hizo realidad: el de tener nietos.
Daba uno por hecho que no podía suceder algo más de mayor contento que tener hijos: dos vinieron a cerciorarme de que pocas cosas en la vida podrían ser más gratificantes para mí. Pero he aquí que, llegada mi senectud, nada podría proporcionarme mayor sentimiento de alegría que ver a mis hijos, henchidos de felicidad, sosteniendo en sus brazos a los suyos propios.
Vosotros, mis nietos, habéis descorrido ante mis ojos el telón de fondo que ahora me hace entrever, al filo de mis ochos décadas de edad, lo que es la inocencia y la fragilidad, o lo es lo mismo, el candor y la escasa consistencia de vuestras propias vidas que acaban ahora de asomarse al mundo que nos rodea y en que nos movemos, que se quiera que no. Advierto mirando a vuestros ojos inquietos o entreabiertos o a una realidad que por vuestra propia naturaleza se os escapa y a unas circunstancias que por lo mismo no llegáis a calibrar y que uno intuye que refleja el asombro que les produce las cosas y las personas que les rodean.
A los abuelos, al sentir entre sus brazos el cuerpeciilo inquieto de sus nietos, nos invade una sensación novedosa, diferente a la experimentada cuando en su día sostuvimos el de los propios hijos. Al sostener en nuestros brazos al nieto nos invade la sensación de que aún permanecemos en este mundo, en contra de otras vivencias contrarias que nos llevan a pensar que ya nos queda poco de permanecer en él. Resulta ya un axioma más que demostrado que los nietos alargan la vida de sus abuelos e incluso puede que lleguen a retrasar una demencia senil que no en pocos casos resulta evidente. Son ellos, nuestros nietos, el mejor antídoto contra la demencia senil que se quiera que nos amenaza llegados a una avanzada edad.
Y por si todo lo enumerado fuese poco para detener nuestra claudicación se alzan otros motivos vivificadores, como son los que nuestros nietos nos motivan para para permanecer en este mundo por una poderosa razón, entre las ya enumeradas y otras no menos decisorias para querer prolongar nuestra propia existencia. Algo que influye ¡ y de que manera! en que revoletea en nuestras entendederas para hacernos entrever que todavía somos útiles, y lo que es más importante y crucial: la sensación de que somos queridos, lo que no es poco en quienes merodeamos por los caminos procelosos de la ancianidad y que, por las más variadas razones enumeradas, no podemos por menos que sacudir el espantajo de la muerte.