La afirmación no es mía, que ya no sólo peino canas sino que me queda escasa pelambrera en la cabeza, sino los jóvenes de hoy mismo. Yo podría afirmar que mi generación, los de mi edad, que conocimos siendo muy niños las penalidades de supervivencia en una España – la de los años 50 y 60 –, pero que luego crecimos en un ambiente mucho más generoso por mor de los cambios que nos vinieron de manos de nuevas políticas económicas y un progreso casi de cariz universal, disfrutamos de una calidad de vida superior a la de nuestros progenitores, algo que cabría decir de nuestros hijos criados y estimulados merced a la novísima situación que proporcionaron los nuevos tiempos.
Los más viejos vivimos mejor que nuestros padres en aquellos años procelosos de posguerra y lo mismo se podría afirmar de nuestros hijos, aquéllos que rondan ya los cuatro lustros largos de su existencia o más: a su vez vivieron todavía mejor que lo que lo hicimos nosotros.
Pero se rompió el esquema: los hijos de éstos, o sea, los jóvenes de ahora, los que no pueden decir con la misma rotundidad que viven mejores que nosotros. Las pautas han cambiado y nuestro mocerío no se empacha en airear con rotundidad y su miaja de encono, y así lo recogen doctos estudios al respecto, que su calidad de vida ha sufrido una sustanciosa merma comparada con la de sus más inmediato predecesores.
Que todo el mundo es Jauja, ha dejado de ser una creencia que las adversas circunstancias actuales les han arrojado de aquél panorama idílico a una dura realidad que les lastima y sojuzga. No encuentran trabajo adecuado ni inadecuado después de, en muchos casos, largos años de intensa preparación. Se les cierran las puertas del empleo y ante la disyuntiva de los “días al sol”, brazo sobre brazo, o hacer las maletas para emigrar a territorios presumiblemente más halagüeños para sus aspiraciones más que justas, se ven obligados a seguir esta segunda opción pese al desarraigo que ello lleva consigo.
No, nuestros jóvenes, visto lo visto y sabedores del panorama oscuro tirando a negro que se les abre, no es raro que mascullen entre dientes aquello de “mis padres vivieron mejos que yo”. Puede que les asista la mayor razón del mundo al afirmarlo sin ambages.
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