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José Becerra

La provincia a vuelapluma

Los tejeringos de María Elvira

 

 

Los tejeringos de María Elvira

JOSÉ BECERRA

Ahora son noticias los pueblos de la provincia porque son refugios de un turismo de carácter rural que ha venido a suplir en parte  sobre todo en los de los valles del Guadiaro y del Genal unos antiguos medios de vida basados en pequeñas industrias alimenticias- embutidos y quesos-, por lo general y una incipiente agricultura que tiene en el olivo, el castaño o el almendro, amén de los inmensos alcornocales cortesanos su mejor exponente. Aún persiste y se muestra próspera, a raíz de la vuelta al terruño de quienes se ven arrojados de las ciudades a causa del paro que les aflige.

La contrapartida es que en los pueblos de hoy se quebró para siempre el silencio de antaño; a la tranquilidad le siguió el desasosiego, y ya no son sino sombra de lo que antaño fueron. Es el caso de Benaoján orillado en el Guadiaro que también perdió su poderío de río de tumultuosas y cristalibas aguas.

Las magdalenas con  que su tía  premiaba amorosamente cada tarde a Marcel Proust en sus años de niñez sirvieron para que en edad madura el escritor polaco recordara con fruición y delicada nostalgia los años más candorosos de su vida y el marco en el que estos se desarrollaron: las calles, avenidas y plazuelas de su Paris natal.´”En busca del tiempo perdido” es una gran novela que sirvió al autor reverdecer sus primeros años de existencia, proyectándolos en el presente y anticipando vivencias del futuro.

No son las magdalenas, con ser unos dulces que me deleitan, las que me retrotraen al Benaoján de mis años impúberes, sino los tejeringos de María Elvira. La tejeringuera  María Elvira – pelo canoso e hirsuto, tez morena, surcada de arrugas incipientes; delantal de percalina sobre el vestido oscuro-, tenía su puesto de la fritanga en la misma casa en la que habitaba junto con su familia, pero sólo en los meses de invierno: las lluvias, que antes eran más abundantes y persistentes que las de ahora le hacía buscar el resguardo de la vivienda para su negocio y el acomodo de su clientela.

En los veranos, no. En los veranos ponía el tinglado – hornilla con leña de olivo para el fuego y perol, que más que recipiente a mí se me antojaba tina o caldero que por su tamaño bien podía servir como bañera – en medio de la calle, buscando siempre al socaire del viento que hacía prender vivamente los tarugos de olivo.

Esa era la razón que sólo en los meses de estío el olorcillo de los tejeringos fritos (entonces muy pocos en la Serranía de Ronda utilizaban el sinónimo de churro) se expandiera e invadiera calles y rincones llegando a buena parte del pueblo, en los años 40 y 50 del pasado siglo muchísimo más reducido su extensión que  en los tiempos de hoy.

A los efluvios inconfundibles de los tejeringos se unía el del pan recién hecho de la tahona de Máximo, a la sazón vecino de la churrera. Con lo que las amanecidas del pueblo eran un acorde de gratos aromas prestos para despertar  el apetito nada más poner uno los pies fuera de la cama.

Los tejeringos los hacía María Elvira invariablemente en forma de rueda. Una espiral, primero blanquecina y pegajosa, que la churrera haciendo presión sobre la mesa que introducía en un armatoste de hojalata reluciente, iba dibujando sus gruesas líneas sobre al aceite puro de oliva caliente, que entonces no había otro y que, seguramente procedía de las tinajas del Molino del Santo, el hoy hotel de lustre y prestigio con el mismo nombre.

Me fascinaba el chirriar de la mesa en contacto con la grasa vegetal y cómo engordaban las ruedas al toque maestro de las varas calcinadas con que María Elvira las hacía danzar y evitar que se pegasen entre sí, para luego levantarlas, lustrosas y orondas, y depositarlas sobre la hoja de papel de estraza Luego, lo pone en las manos del cliente de turno, que sale pitando en busca del cafetito caliente o el chocolate espeso, que también acompaña a los tejeringos: Una rueda, una peseta.

La rueda sustenta con suficiencia la media jornada, no sólo de los que como yo, en aquella edad no tenían otra obligación  que acudir a la escuela cada día – la escuela de los Escambrones siempre sometida a la vigilancia del cerro del  cerro del Zuque, enfrente y a unos escasos trescientos metros -, sino que mantenía en pie lo mismo a quien tenía que pasar la mañana subido en un andamio,  a las que enristraban chorizos en algunas de las fábricas chacineras, o el había de permanecer pegado al terruño labrando en la heredad de las afueras del pueblo, así era de grande y suculenta.

En mis cada vez más esporádicos retornos al Benaoján que me vio crecer y llegar casi a la senectud hecho en falta muchas cosas, las cuales, como los churros con los que mi madre me obsequiaba cada día, sigo añorando. Atrás quedaron los amaneceres restallantes apenas despuntados el día, resbalando sobre la sierra de Juan Diego. O la nebulosa imagen del Conio, vigía eterno del pueblo, o las Canchas enriscadas  tan cercanas con los calveros de hinojos y palmeras – ¿volveré a comer alguna vez las uvas palmeras, buscadas con ahínco para disfrutar de su pulpa tan gratuita como gustosa?- , las calles silenciosas en horas nocturnas, el batir de la lluvia sobre los cristales de mi ventana, el regocijante grupo de los vecinos sentados en el escalón de sus viviendas esperando que durante las noches de estío la brisilla de la sierra se levantase para poder respirar a placer.

Extendió sus tentáculos de ladrillo y cemento el pueblo y las zonas con visos de residenciales usurparon el lugar a las casitas achaparradas, de un blanco de cal lujuriante, en vivo contraste con  las pardas tejas moriscas, resabio de una arquitectura tan rústica como popular que perduró durante siglos. Y el pueblo que añoro fue poco a poco perdiendo los flecos de su antigua imagen. Casi se me antoja un pueblo nuevo y diferente. Ni conozco a la mayor parte de su gente, ni ésta me conoce a mí. Se rompieron los lazos, se deshizo el hechizo, se quebró la antigua atracción. Nada es como antes. Puede que los benaojanos se desayunen con churros, pero será imposible que sus efluvios lleguen a todos los rincones del pueblo. Como ocurría antes con los tejeringos de María Elvira.

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Sobre el autor

Nacido en Benaoján, 1941. Licenciado en Lengua y Literatura Española por la UNED. Autor de varios libros. Corresponsal de SUR en la comarca de Ronda durante muchos años.


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