En las sociedades de hoy y sobre todo en las grandes poblaciones españolas el orondo y risueño Papa Noel o Santa Claus, que tanto monta, les están echando un pulso a los Reyes Magos y, por supuesto, al Belén de toda la vida. Se trata de un signo de los novísimos tiempos en los que la desacralización de las costumbres gana terreno por día. Echando la vista atrás se constata que, por ejemplo en los pueblos de mi Serranía de Ronda, eran raras las familias que un rincón de la casa formaban el suyo por muy modesto que fuera, que bastaban las tres figuras sacras del misterio y una covacha rudimentaria.
Los niños dirigen sus cartas ilusionadas a un personaje importado que compite con sus Majestades de Oriente. Tanto monta el uno como los otros, solo que es legítimo reivindicar nuestras tradiciones inveteradas para que permanezcan, aunque se le haga un hueco a las que nos vienen de fuera aires de otras latitudes.
Se veía venir. Las cosas no han ocurrido de la noche a la mañana, sino que tuvieron su tiempo de asentamiento y comparación de unas con otras. Primero asoman tímidamente su imagen sobre el solar patrio y sus tradiciones arraigadas secularmente; tantean el camino con la precaución de conquistadores que ansían fortalezas y reinos que derribar y usurpar. Lo hacen con tiento, seguro de que los aires que soplan en las civilizaciones que presumen de modernas soplan a su favor y de que se alzarán con la victoria final. Luego, tras incruenta batalla, se anexionan de la región, sientan sus reales en ella. Se hacen los amos. Lo último, la decisión de un distrito madrileño en el que en un intento fallido se trató de introducir una Reina Maga en la cabalgata en un excesivo y ridículo prurito de introducir la paridad de sexos, lo que no hubiera sido sino un colosal esperpento.
Viene ocurriendo con otras costumbres, con otros usos bien delimitados en nuestro país, referentes de nuestros modos de vivir y de posesionarnos con el advenimiento de este u otro acontecimiento, con la rememoración de esta o aquella festividad. Halloween o Día de Difuntos, por ejemplo, por citar una fecha o una celebración a la que ahora nos inunda y ensordece. Lo de afuera ganando terreno a lo de adentro, lo que impera en otras latitudes adueñándose de lo que nos pertenece por la consistencia de muchos siglos, por la impronta que nos hace – hacía – diferentes. Doblegamos la cerviz, besamos el suelo porque se nos lo impone allende fronteras. En tan poca consideración nos tienen. Tan quebradiza es la resistencia que nos presuponen.
Ahora papanoeles y santaclaus nos inundan. Vinieron del frío y conquistaron este otro ámbito un poco más cálido, menos desapaciblemente nevado. Escalan los balcones de las viviendas de media España, un adorno de dudoso gusto, esos hombrecitos barrigones de rojo y barba cana. Se enseñorean del comedor, junto al árbol que nada o muy poco dice de nuestras complacencias navideñas, de nuestro amor ancestral por el fuego que hace agradable la estancia y reconfortante el sosiego. Atributos que sí hay que concederle al Belén, el de toda la vida. Unos adornos hablan del helor de otras regiones más inhóspitas, otros, los nuestros, los de siempre, traen consigo calorcillo humano. Sabor entrañablemente familiar.
Lo de menos son las connotaciones religiosas. Pero es que se trata de algo más que una concepción religiosa. Es una querencia secular. Una inclinación hacia algo que formó parte de nuestra manera de ser y pensar. Es lo nuestro, como lo son los pinsapos de la Serranía de Ronda o el Acueducto de Segovia; como lo son el río Tormes y las cordilleras Penibéticas; el gazpacho frío y el jamón de Jabugo.
Inundan el país felicitaciones, incluso provenientes de altas esferas políticas, con motivos navideños que obvian el Portal de Belén de toda la vida. Santa Claus versus la Sagrada Familia de Nazaret. El trineo y los perros contra los entrañables cuadrúpedos que prestaron calorcillo al Dios recién nacido. Una manera más de claudicar ante pujantes innovaciones que arremeten con lo que nos es intrínseco por naturaleza.