Autopistas cuestionadas
JOSÉ BECERRA
El caso clama al cielo, que decimos cuando algo nos desborda por lo inimaginable de su intríngulis. Que sea el erario público, o sea el bolsillo de ustedes y el mío, el que tenga que pagar las ansias de grandeza de políticos que no se pararon en mientes en su día para propiciar la construcción de autopistas asegurando y magnificando un uso que jamás llegó a verificarse, es algo que nos desborda como ciudadanos de calle, pasmados ahora en tamaño traspiés.
El flamante ministro de Fomento acaba de poner el dedo en la llaga: hasta ocho autopistas de peaje que culebrean a lo largo y ancho del país se muestran soberanamente ruinosas y los concesionarios viene dando muestras de que les llega el agua al cuello. Son contados los automóviles que circulan por ellas con lo que la quiebra se muestra evidente. Pero no tienen por qué preocuparse: ahí está el papá Estado, que con su magnanimidad les sacará del atolladero, a resultas de la condición en su día circunscripta de que aquél se haría cargo de la pérdidas ocasionados si las travesías resultaban a la larga ruinosas. Y es lo que ha sucedido: más de 5.000 millones de euros están en juego y en vez de aplicarse a otras necesidades ineludibles, léase educación, sanidad, pensiones y un muy largo etcétera, se destinarán para satisfacer las deudas de los promotores del que parecía un negocio prometedor y ha resultado un pavoroso fiasco. Otra cuestión sería la de que las autopistas hubiesen resultados beneficiosas en grado sumo, las ganancias no habrían de revertir no en las arcas estatales sino en las empresas que las promovieron. En definitiva, la ley del embudo, lo ancho para mí y lo estrecho para el otro.
La determinación del Ministerio de Fomento, en palabras de su más alto dignatario, Iñigo de la Serna, de entrar el trapo para paliar el costo de las autopistas y rescatarlas obedece, pues, a un pacto determinado del Estado para salvaguardar los intereses de quienes tiraban de su capital para desarrollar acciones que correspondían a aquél y del exigían responsabilidad patrimonial.
No caben así las quejas de los ciudadanos ni que se desgarren las vestiduras los opositores políticos que no tomaron parte de las decisiones estatales en su momento. Se impone cumplir con lo pactado y el crujir de dientes es tan improcedente como inútil.