Temor compartido al maléfico virus
JOSÉ BECERRA
Que se quiera que no, en estos aciagos días que corren, preguntas sin respuestas nos aguijonean, implacables, el celebro. ¿Me tocará a mí? ¿Le tocará a cualquiera de mis seres más queridos? ¿Cuándo tendrá fin esta maligna pandemia? No hay respuestas, y es lo que nos subleva y llena de pavor. A mismo tiempo, sin embargo, y en las horas eternas en las que permanecemos recluidos en casa, constatamos cómo nuevos sentimientos nos invaden, como si un extraño hado socavara lo que hasta este momento se nos antojaba imprescindible o inevitable. Como por arte de magia todos nuestros anhelos, diferentes como los son las divergencias que nos separan de los demás ocupantes del universo, concluyen en un deseo único compartido: que se acabe con esta maligna ponzoña que ha venido a socavar la Humanidad en su conjunto.
Si algo presenta como positivo este bacilo que nos atemoriza es que nos mostramos como una piña para eludirlo y, si e posible, vencerlo. En eso, porque vamos todos en el mismo barco, caminamos unidos, ignorando fortunas y rangos sociales. Borró de un plumazo el nefasto brote las diferencias sociales: todos, sin excepción estamos expuestos a sus fatídicas dentelladas. Barrió las diferencias sociales y no hizo distinción en cuanto a edad, sexo o raza. A todos nos une idéntico temor a que nos subyugue y, en su contra, al mismo deseo de hacerlo desaparecer de la faz de la Tierra.
Al deseo universal de abatir este maligno enemigo que nos infunde pavor, un nuevo sentimiento aflora en nuestras conciencias. Es como si de pronto observásemos lo que nos rodea con nuevos ojos. Hay cosas que pierden importancia en este mundo que nos acoge: se nos antoja que preocupaciones y temores que nos atosigaban y conformaban el día a día de nuestras conciencias de pronto se volatizan como en el agua el azucarillo. Todo lo que nos producía agobios y premuras cotidianas ha pasado a último término o se han evaporado por completo.
Ahora, sabedores de este nuevo desasosiego que nos abate, se nos antoja que vivimos en otro mundo, y que cualquiera otra cosa que no sea enfrentarnos con la tozuda realidad del enemigo común que no se bate en retirada, no parece que nos entrañe preocupación. Asimismo, todos experimentamos idéntica preocupación por la exacerbación del malhadado virus; en eso todos vamos a una sea cual sea nuestra condición social. Todos somos tripulantes del mismo barco; a todos nos atañe surcar ese encabritado mar de los sargazos por el que navega España y el mundo entero en busca del faro que venga ponernos cerca de tierra firme y a salvo de la tormenta que la zarandea a placer.
Compungidos y amilanados, así nos toca ahora permanecer hasta que una beatifica vacuna venga a desterrar la fatídica ponzoña de la faz de la Tierra.