¡Pánico!
JOSÉ BECERRA
Se ha instalado entre nosotros, se quiera o no. Pánico a salir a la calle, a hacer lo que veníamos haciendo sin que nada pudiéramos temer. Preocupación enquistada a no sobrevivir si osamos pisar el asfalto, eso que hacíamos confiados y alegremente y que ahora nos causa un temor más que fundado. Horror a que si lo hacemos por motivos ineludibles, ya sea por el trabajo, o por la imprescindible compra de los avituallamientos necesarios para subsistir, alguien nos transmita la ponzoña que a tantas gentes está llevando a la tumba. Pánico exacerbado. Angustia difícilmente contenida, en cualquier momento, a todas horas. ¿Me tocará a mí? ¿Seremos mis allegado o yo mismo nuevas víctimas de ese enemigo que nos subyuga y atemoriza sobremanera? Son, entre otras, preguntas que nos asaltan ya mentalmente, ya pronunciadas con un hilo de voz. Pavor sin cuentos que nos subyuga y que no sabemos cómo hacerle frente y esquivarlo.
El recelo nos invade sin cortapisas, aunque no lo mostremos a la vista de la gente de nuestro entorno, o cuando nos cruzamos con alguien en la calle. ¿Estará contagiado el transeúnte que nos viene de frente por la acera? ¿Y el cobrador del supermercado que manosea las bolsas que hemos ido acumulando en el carrillo de la compra – que también puede estar emponzoñado – y transmitirnos el maléfico virus, aunque nada lo haga sospechar tras la sonrisa estereotipada que luce en su rostro? ¿Estará la nauseabunda ponzoña danzando en al aire dispuesta a aniquilar a todo quisque que deambule por la calle por la que caminamos con la concebida inquietud? Pero, sobre todo, a cualquiera hora de la jornada, nos preguntamos cuándo se podrá vencer a este enemigo común que nos tiene a todos con el corazón en un puño de puro miedo.
Preguntas y más preguntas que son como palos de ciegos que no conducen sino a potenciar si cabe la alarma social. Si echamos mano a los medios de comunicación lo más probable es que nos acucien con noticias que no digo yo que no correspondan a la verdad, sino que pueden responder a un exceso de información y al prurito anglosajón de “No news is good news”, a saber, cuando no existen otra sucedidos que permanecen olvidados por considerarse de escasa relevancia, se hace hincapié en los más cercanos, pero, eso sí, de forma desaforada. Los diversos medios de información saben que acaparan la atención de todos, mal que les pese.
Presumible es por otra parte que tendamos con frecuencia, y no se sabe bien porqué extrañas razones, a dar crédito a las noticias falsas, entre otras razones porque se propagan y nos llegan con muchos menos impedimentos que las verídicas, motivos por el cual tendemos a concederle mayor consideración. ¡Vaya usted a saber el motivo! Pero lo cierto es que en caso que ahora nos ocupa y llena de pavor, o sea, el COVID-19 que Dios confunda, en lo que toca a su virulencia siempre será para nuestra apreciación, por mor de las noticias que pululan por doquiera y son ciertas, a acrecentar la amenaza latente que lo envuelve. Sean o no fiables las informaciones alarmistas, sensato es que, en este caso, se haga caso a las que aluden a la peligrosidad del brote, vengan de donde vengan, o si se exceden a la hora de exponer el peligro que entraña, y que nos enfrentamos ante un enemigo desconocido que da trazas de extremada propagación y virulencia. Un pánico generalizado es natural y comprensible. Maximizar el peligro es, también, necesario para no bajar la guardia en ningún momento. Ni siquiera cuando se nos diga que la disminución de los contagios se pueda dar por hecha.