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José Becerra

La provincia a vuelapluma

El cartero de Benaoján

 

 

 

 

 
 Foto: Matasellos de Benaoján de mi tío,  años 80.

 

 

Solía decir don Miguel de Unamuno que más importante quela Historiacon mayúscula  de los países, lo era la intrahistoria;  a saber, esos pequeños sucesos y personajes con los que se hilvana el acontecer de cada día –  más allá de episodios y hechos memorables –  y que con los que  de verdad se teje la realidad pasada de un lugar. Siendo esto verdad para toda una nación o un territorio, lo es más todavía  para una pequeña población ya que en muchas de ellas se va escribiendo esa otra  historia  efímera, variable y  cambiante que de alguna manera va fraguando la que se puede recoger en los anales con   grandilocuencia.  

   Perdonen este pedante introito pero puede que sea necesario a la hora de hablarles de un pueblo medio oculto en las fragosidades dela Serraníade Ronda, allá por las tierras al sur más al sur, y de alguien que en él habitó hasta su muerte en un caluroso agosto de hace algunos  años. El pueblo en cuestión es Benaoján, no muy lejos de la planicie sobre la que se alza la ciudad de  Ronda, y ese alguien que aludo era mi tío Cristóbal.

   Mi tío Cristóbal Becerra simultaneaba dos ocupaciones tan necesarias para alimentar a su extensa progenie  como desiguales entre sí: cartero y panadero. Para sacar rendimiento a ambos oficios debía empalmar el día con la noche con muy pocas horas de descanso y arrebatando tiempo al sueño.

  Del primer quehacer se me quedó imborrable – la curiosidad sempiterna de los niños – la estampa de su paso en ida y vuelta, cargado con la voluminosa cartera de ajada piel de la correspondencia diaria, hasta la estación de Renfe, con subidas y bajadas por un terreno que entonces era largo y  desigual. Y tenía que hacerlo a pie  un par de veces al día, coincidiendo con los trenes correos de la mañana y la tarde. Un amigo le regaló un pollino de color  melado que vino a aliviarle del agobio del camino en los últimos años.

   Porque además de la correspondencia debía de transportar el pan que vendía en la barriada fruto de su otra ocupación: tahonero,  a la que se entregaba hasta altas horas de la madrugada. Teleras, bobas y panes redondos y esponjosos que la fiel clientela se disputaba, entre ella, mi madre, que puntualmente me lo servía en el desayuno con aceite de sabor afrutado  del molino del Santo. Empleé algunas mañanas a acompañarle en su caminata hasta las vías férreas, para mis pocos años un aliciente para la insaciable indagación infantil al ver pasar los trenes entre humaradas y estrepitoso rechinar de máquinas, vagones y vías y rostros desconocidos tras el cristal borroso de las ventanillas. Luego, le esperaba al pie del vagón correos, donde le entregaban, además de la correspondencia,  el fajo con periódicos SUR del que fue vendedor durante más de 50 años.

   Pero si algo avivaba mi imaginación eran los manojos de sobres  que distribuía de casa en casa y que casi siempre eran recibidas con regocijo por los destinatarios. Entonces pensaba que podían ser cartas de amor, del hijo ausente, de buenas nuevas, sin caer en que las cartas también son anunciadoras de sucesos trágicos y de desgracias familiares. Sea como fuere, lo cierto es que palpaba el afecto que el pueblo dispensaba a mi tío.

    Trasla Guerra Civil, asentada la dictadura y las represalias a la orden del día, la gente miraba con mudo encono a los que asistían al rezo del rosario o a la misa dominical. Mi tío Cristóbal era asiduo a esas manifestaciones religiosas, pero a él le consideraban  un caso aparte.” Todos los que van  a misa deberían ser tan buenos como Cristóbal”, decían. Porque todos reconocían su honestidad, honradez y bonhomía.

   Su acendrada religiosidad le llevó a fundar la primera y única cofradía de penitentes que existió en Benaoján. Fue el hermano mayor hasta que las procesiones de Semana Santa volvieron a salir sin el desfile de nazarenos. Nadie recogió el testigo que él dejó cuando los años le obligaron.

   En la familia  siempre se pensó que muy interiormente deseaba que su hijo mayor  abrazara el sacerdocio; sin embargó,  José María descolló por sus estudios universitarios que le llevaron a licenciarse en Lengua y Literatura española y como profesor de esta materia en la Universidadde Málaga, amén de figurar como un especialista egregio de la vida y obra de Fray Luis de León, algo que le llevó a sentar cátedra. Otro hijo, Francisco Javier, se decantó por la milicia en donde ejerció con alta graduación. Manolo e Inmaculada, recogieron la antorcha del oficio de cartero.

   Cuando los años poblaron de cana sus sienes tuvo que enfrentarse a una enfermedad irreversible que postró a su mujer y que él sobrellevó con auténtica resignación cristiana.

   Los más viejos del lugar recuerdan fechas y gente que trascendieron en la cotidianidad y monotonía de la población. El recuerdo de Cristóbal el Cartero sigue indeleble como la de un hombre humilde,  íntegro y honesto.

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Sobre el autor

Nacido en Benaoján, 1941. Licenciado en Lengua y Literatura Española por la UNED. Autor de varios libros. Corresponsal de SUR en la comarca de Ronda durante muchos años.


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