Pocos son los que desafían el caliginoso momento y se atreven a pisar el asfalto de las calles o los resbaladizos cantos que las empiedran. Puertas y ventanas permanecen abiertas, en su hueco el balanceo de la leve cortinilla o la oscura celosía tras las que más que ver se adivinan cuerpos cansinos que inútilmente buscan fresco sosiego, porque no hay rincón que en estas pesadas horas caniculares lo proporcionen.
Se ansía la brisilla de la sierra, pero ésta se hace rogar y no hará acto de presencia sino bien entrada la noche, alta ya la madrugada, próximo el claroscuro del alba. Silencio, un silencio pesado que difumina pisadas y que nadie osa romper, como si el mismo conversar exigiera un esfuerzo que en las horas planas, pesan cual martillo sobre un yunque.
He vivido muchos veranos en la Serranía, casi tantos como los años que soportan mi ya un tanto deteriorada energía física. Últimamente intento volver sólo cuando septiembre imprime la suavidad de sus noches a las imposibles madrugadas de agosto.
Sin embargo, añoro los días de calor extrema, quizá porque me retrotraen a los días lejanos de mi infancia. Entonces, lejos las obligaciones de la escuela, solía madrugar, entre otras cosas agradables porque mi madre me mandaba a comprar churros que un tenderete de la plaza regía Josefa, la Tejeriguenra, una mujer en puertas ya de la ancianidad que, en Benaoján, se daba las mejores artes para freír la masa en redonda y pomposas formas que para mí eran pura delicia. En verano, los tejeringos se hacían a pleno aire, y daba gusto solo inhalar el olorcillo que desde lejos, desde cualquier calle delataban su presencia haciendo atractiva una mañana que todavía, a poco de clarear el día, no hacía presagiar aún la calima del día en cuanto el sol estuviese en su cenit.
Las tardes veraniegas, no importa sin el sol caía a raudales, la chiquillería bajábamos al Guadiaro para los chapuzones de rigor. Antes, el río descendía de las sierras limpio y con un caudal tan abundante que propiciaba la creación de charcos que permitían baños a ratos alborotados y a ratos placenteros. Hasta se podía pescar a solapa o con cañas, que la población de barbos y parcas siempre fue siempre abundante. Estas interminables tardes chapoteando en el agua o tendido entre juncos y mimbreras se me quedaron grabados en la memoria y me sirvieron de lenitivo cuando me vi obligado a pasar los veranos en otros parajes y en mitad de otros paisajes.
Ahora sé que el río de mi niñez está imposible, que languidece nauseabundo, que sus aguas mermaron considerablemente y acabaron por desaparecer frescas corrientes y cristalinas charcas. Y que hay que remontarse hasta sus afluentes, como el Campobuche para disfrutar de un baño frío y relajante y sin peligro de contaminarse con repugnantes efluvios.
Abandonado el Guadiaro, a lo largo de su sinuoso cauce nadie se atreve a acercarse. Puede que sólo lo hagan los insectos insufribles para hacer verdad el dicho de los hortelanos con heredades en sus orillas, retratando una realidad que, bien mirado, también es propia de estas tierras cuando se muestran sedientas y ardientes: “Verano, sol y avispas”. Un testimonio que sigue intacto.
Foto/ Turismo de Ronda. El “Campobuche”, afluente limpio y refrescante del Guadiaro
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