Y no solo con el mío, que bien poco vale, sino que, presumiblemente con el de de los millones de ciudadanos que ven en los políticos no una solución sino un problema. Para salir del atasco en que nos vemos cada vez menos se confía en ellos porque se tiene la certidumbre que son una rémora que nos impide levantar cabeza y prestan más que un servicio a la ciudadanía una dificultad añadida; y en ese menester, no miran sino para su propio ombligo y la forma de sacar la mayor tajada.
Que se salven los que puedan, que en esta como en tantas cosas no conviene hacer tabla rasa. Hay políticos decentes, casi se podría decir que son mayoría, pero atendiendo a la conseja evangélica puede que paguen justos por pecadores.
El caso de Bárcenas, recientemente destapado y el supuesto lucimiento personal merced a la amnistía fiscal que decretó el Partido Popular, y añadiendo los casos Pallerois y Pujol en Cataluña, un corolario funesto de lo que he venido ocurriendo en esta vieja y maltratada piel de toros que nos dimos para habitar en los últimos tiempos, no hacen sino acrecentar el deplorable concepto que nos merecen quienes se dedican a la política para el enriquecimiento personal, por lo que no hicieron sino acrecentar el problema en lugar de mitigarlo.
Necesitamos políticos que se hayan hecho a sí mismo en el trabajo diario, que sepan de soldadas a fin de mes, que conozcan madrugadas frías y veranos de inclemente sol, que no les espante el sudor en el tajo,
que entiendan de peonadas ya sea en el campo, la fábrica o la oficina. No necesitamos políticos que realizaron el “cursus honorum “desde la más temprana edad, escalando puestos en organizaciones juveniles y ascendiendo a escalones superiores, hasta en el Gobierno incluso, acogidos siempre al manto protector de un partido, sea el que fuere. Seguramente militarán en estos los que ofrecen actuaciones poco edificantes. Son los que no merecen nuestro voto llegada la ocasión.