Cuando se quiere contentar a todo el mundo se corre el riesgo de no contentar a nadie. A estas alturas, los políticos saben en relación con Marbella que muchas de las iniciativas que son bien vistas en la ciudad no gozan de popularidad en otros sitios, y que, por el contrario, las propuestas mal recibidas en Marbella -cuya sociedad no ha hecho aún la necesaria autocrítica por los 15 años de respaldo a la mafia gilista que debería preceder a la normalización democrática- son por lo general vistas con simpatía fuera de la ciudad.
Un buen ejemplo de ello es la solución que se debe adoptar frente a las edificios ilegales, verdaderos monumentos a la corrupción, la impunidad y la desvergüenza que camparon a sus anchas durante demasiado tiempo, y que al parecer hay demasiados interesados en que se eternicen.
No es aventurado decir que para una gran parte de los marbellíes, las eventuales demoliciones serían algo así como una afrenta, y no se deja de recurrir a las coartadas de los terceros de buena fe y el daño a la imagen, como si no hubiese peor engaño que el sufrido por aquellos a quienes les han robado el paisaje de su ciudad, ni peor imagen para un municipio que vive del turismo de calidad que la impunidad del ladrillo a pie de playa.
Posiblemente, a quienes les toca representar a los marbellíes no tengan más remedio que hacerse cargo de las posiciones de una sociedad que posterga su necesaria catarsis. Pero es justo que el resto de las instituciones asuman de una vez su responsabilidad. Emitir diferentes mensajes según quién sea el receptor, y utilizando para ello involuntarios mensajeros que merecen mejor trato, es seguramente el peor de los mensajes.