EL escenario ideal sería aquel en el que las administraciones garantizaran que ninguna vivienda ilegal llegara a estar habitada, pero con los hechos consumados el Ayuntamiento de Marbella ha optado por la fórmula contraria: que ningún edificio habitado sea ilegal. Marbella se apresta a transitar el tramo final de la tramitación de su nuevo PGOU y seguramente sea difícil imaginar un ejemplo mejor de cómo gobernar con pragmatismo. Tan difícil como imaginar un epílogo mejor para quienes situaron a los compradores en la posición de rehenes con el objetivo de salirse con la suya en su estrategia de llenar la ciudad de ladrillo y sus bolsillos de dinero. Sólo quienes no alcanzaron a vender los pisos antes de que llegara la ‘operación Malaya’, es decir, quienes no tuvieron tiempo de hacerse con rehenes, pueden ver ahora como la piqueta derrumba el negocio.
Por qué unos edificios ilegales pudieron llegar a ser habitados es algo que a partir de ahora deberá responder la justicia, y estaría bien que los jueces empezaran a buscar, en primer pero no único lugar, mirándose en el espejo corporativo. El mayor símbolo que esta semana ha vuelto al primer plano, el Banana Beach, no sólo es emblema de corrupción urbanística. Con cuatro paralizaciones levantadas durante las obras y la anulación de la licencia cuando los compradores ya llevaban meses viviendo en sus pisos, también es ejemplo de cómo la justicia tardía no sólo no se parece en nada a la justicia, sino que además causa víctimas.