Durante los últimos tres años, y aun desde antes, el pragmatismo ha sido exhibido como principal argumento de los partidarios de consagrar los hechos consumados del urbanismo salvaje como situaciones imposibles de revertir. No sólo por los bienintencionados que veían la sombra de la piqueta como una nueva conmoción que la ciudad no soportaría, sino también por aquellos para quienes la ‘operación Malaya’ fue una mala noticia.
Pero esta semana hemos sabido que el pragmatismo y el sentido común ya no son coartadas que puedan utilizarse para poner a salvo el botín del saqueo. Porque ha sido una decisión pragmática la que ha condenado a uno de los mayores símbolos del negocio para unos pocos a costa del patrimonio de todos a quedar fuera del PGOU y dibujado, al menos, un halo de incertidumbre sobre su futuro.
Cualquiera que haya entrado en las oficinas de Urbanismo después de que Marisol Yagüe nombrara a un coordinador del PGOU para dar una apariencia de decencia a su gestión, habrá podido ver un plano de la ciudad salpicada con puntos rojos, uno por cada promoción levantada al margen de la ley. «¿Por dónde quieres que empecemos?», preguntaba el coordinador a quien le insistiera sobre la necesidad de impedir que los promotores que habían pagado a cambio de una licencia consumaran su negocio. El sarampión estaba demasiado extendido como para intentar curarlo y parecía la mejor coartada para los partidarios del borrón y cuenta nueva. El cinismo con pátina pragmática era su mejor argumento.
Desde que el PP ganara las elecciones municipales y la Junta le devolviera las competencias urbanísticas con uno de los planes más complejos que se han redactado nunca en Andalucía, según reconocen los propios responsables autonómicos de Ordenación del Territorio, estaba claro que el Ayuntamiento, antes o después, se enfrentaría a un conflicto. Se acuñó el término ‘compradores de buena fe’ para definir a los propietarios de viviendas levantadas sin licencia o con licencias concedidas sin respaldo legal con el objeto de ponerlos a salvo de las compensaciones que debía recibir la ciudad para regularizar su situación, si es que ello era posible, pero no hubo término ninguno para quienes perdieron vistas, calidad de vida o equipamientos a causa de esos edificios. Además, el interés -general, público, común- de los vecinos, propietarios o no, se ausentó del primer plano de la discusión. Suponer que todo ello iba a evitar el conflicto no dejó de ser un ejercicio de candidez. Como también lo fue aspirar a encontrar una solución que contentara a todos.
Aún desde esa posición imposible, el gobierno municipal de Marbella intentó desde el principio del proceso evitar el choque frontal con la Junta. Una postura de negociación permanente -facilitada sobre todo desde la salida del Gobierno andaluz de Concepción Gutiérrez y la entrada de Juan Espadas- en la que es difícil imaginar a otros alcaldes del PP en la Costa del Sol y que costó a Ángeles Muñoz más de una mirada torva en su partido. Preferir los despachos de Sevilla para negociar antes que el estrado para fustigar al Gobierno andaluz no es algo que haya hecho de la alcaldesa de Marbella la persona más apreciada en su grupo parlamentario.
Cuando semanas atrás el gobierno municipal anunció que mantendría su compromiso de no dejar fuera del Plan ninguna promoción habitada, se dibujaron algunos gestos de sorpresa. No porque esta postura obedeciera a un criterio nuevo -se trata de una posición que Ángeles Muñoz había mantenido desde la campaña electoral- sino porque no encajaba en ninguna negociación previa. «La alcaldesa quiere cambiar las reglas del juego en el último minuto», dijo Espadas a este periódico el pasado martes durante su visita a Málaga. Hubo quien lo leyó como un desafío, cuando no era más que una toma de temperatura. Un ejercicio de tensión para comprobar hasta dónde se estiraba la cuerda. Y la cuerda no daba más de sí. Sólo quedaba actuar con pragmatismo. Y como se ha visto, el pragmatismo no tiene nada que ver con la amnistía general que propugnaban quienes se amparaban en lo extendido del sarampión.
Marbella necesitaba un Plan General cuanto antes, y es posible que a estas alturas no sea el Plan que quería la Junta y tampoco el que deseaba el Ayuntamiento. No deja de ser una buena noticia que sea, en suma, el Plan de Nadie, porque probablemente así pueda llegar a ser el Plan de Todos. Estaría bien que este deseo no sea otro ejercicio de candidez.