El alcalde de Carratraca ha dejado el cargo porque no quiere ser él quien le diga a los vecinos que hay lugares donde no se puede construir. Ningún otro edil quiere coger la vara de mando porque a nadie le gusta ser el malo de la película, y menos en un pueblo donde siempre se es pariente de alguien. Se han visto dimisiones más heroicas.
Tras la salida del alcalde, las voces de solidaridad no han tardado en hacerse oir. Algunas para lamentar que el plante municipal contra la Ley de Ordenación Urbanística de Andalucía (LOUA) no se haya producido antes. Otras, como no, para clamar contra Marbella con el argumento de que mientras allí se regularicen viviendas ilegales, es injusto exigir que en otros sitios sí se respete la ley.
El mismo día en que el alcalde de Carratraca anunciaba su marcha, los vecinos de Banana Beach reclamaban ante la Junta la legalización de su bloque con el argumento de que con otros edificios ilegales se ha hecho lo mismo. Lo que se exige no es que se castigue a quienes se beneficiaron por incumplir la ley y engañaron a los compradores, sino un inexistente derecho a saltarse las normas porque otros ya lo han hecho antes.
El clamor contra la LOUA parece una protesta general contra una normativa con aristas cuestionables, pero sin duda es un síntoma más de que estamos ante el final de una dinámica insostenible. Que un alcalde se vaya porque no quiere ser él quien le diga a sus paisanos que en un terreno agrícola no se puede levantar una vivienda demuestra a las claras que hasta ahora algo ha funcionado rematadamente mal.
Durante la larga década de prosperidad sin precedentes que antecedió a la crisis, cualquiera que juntó dos duros se apresuró a convertirlos en ladrillos. Esa lógica generó empresas como Aifos, empresarios como Ávila Rojas y jóvenes que creyeron que el futuro no había que buscarlo en la formación, sino en la obra más cercana.
Seguramente ha llegado el momento de entender que la riqueza es otra cosa. Ojalá lo recordemos cuando las vacas flacas vuelvan a engordar.