La crisis económica mundial, el hundimiento de la cotización de la libra y la continua aparición de nuevos destinos turísticos son factores con el peso suficiente para dar cuenta del mal momento que atraviesan los hoteles de lujo en Marbella. Pero no explican por sí mismos el deterioro brutal que está viviendo el sector y el aparentemente inexorable camino hacia la desaparición que muchos de los establecimientos emblemáticos de Marbella están recorriendo con paso firme. Para que la explicación sea completa hay que remontarse más atrás, cuando la sombra de la crisis todavía no había asomado y el sector turístico miraba con apatía cómo se incubaba el huevo de la serpiente que acabaría por herirlo con esta gravedad.
En aquel momento, corrían los primeros años de este siglo, ningún proyecto nuevo levantaba ampollas. Por el contrario, se celebraba cada hotel nuevo que se construía como otra muestra de un éxtasis económico que parecía no tener techo a la vista, y no como lo que realmente era: una muestra del desatino continuo en que vivía la Costa del Sol.
No importaba si se levantaba sobre un solar destinado a zona verde, si incumplía todas las normas urbanísticas y aún las del sentido común, si deterioraba el paisaje para siempre o si disparaba la oferta hasta un punto en el que mantener precios y calidad sería desde todo punto de vista imposible. En aquel momento aquello era visto como una muestra más de que la Costa del Sol y especialmente Marbella eran un destino invencible, invulnerable e impermeable a los efectos no ya de las contingencias internacionales, sino también de sus propios errores.
Cuando el Alanda o los guadalpines vieron la luz, por poner sólo algunos ejemplos, la crisis económica mundial era todavía una hipótesis inverosímil, pero en el turismo de la provincia se había sembrado ya la nefasta cosecha que se recoge en estos días: la construcción de mamotretos de cemento en cualquier lugar donde se pudieran juntar dos ladrillos y colocar en su fachada cuantas más estrellas mejor; el desembarco en el sector de empresarios de la construcción más interesados en usar los hoteles como reclamo para vender pisos o para conseguir notoriedad que en ganar nuevos mercados, y la vinculación, en suma, del negocio turístico con el negocio del ladrillo sin control como si ambos pudieran convivir sin que uno acabara por fagocitarse al otro.
Menos de una década después, Marbella y su zona de influencia han visto caer a Los Monteros y Las Dunas, dos de los hoteles más lujosos de todo el litoral mediterráneo, contempla cómo otros tres establecimientos de cinco estrellas están en convocatoria de acreedores, observa conflictos laborales en casi todos los hoteles de la máxima categoría y hasta ve con preocupación que ni siquiera los emblemas que construyeron el mito del lujo en la ciudad están a salvo de las dificultades.
Seguramente los que dieron el salto al turismo calcularon que el maná sin límite de la construcción les daría recursos suficientes para financiar sus ínfulas hoteleras. Pero la burbuja se pinchó, y hoy no quedan ni las migajas del maná, sino la herencia de tanto desatino: hoteles nuevos que no han podido competir ni siquiera bajando los precios al nivel de la mitad de las estrellas que lucen en la fachada; hoteles antiguos que no han podido hacer frente ni a la competencia desmedida ni a la gestión de quienes los compraron sin imaginar que el negocio hotelero requiere de un saber hacer que no se aprende dando pelotazos; clientes que han dejado de serlo porque optaron por comprarse el piso que le ofrecían al lado del hotel, y empresarios que empiezan a desfilar por los tribunales porque es ahí donde muchas veces acaban los desmanes.