Seguramente sea exagerado imaginarse a los miembros del equipo de gobierno del Ayuntamiento de Marbella dando saltos de alegría cuando el presidente Rodríguez Zapatero anunció su paquete de recortes para reducir el déficit público. Sin embargo no es muy aventurado suponer que en algunos despachos municipales se dibujaron ciertas expresiones de alivio al conocer que todos los sueldos del sector público de este país bajarán una media del cinco por ciento. Una norma de obligado cumplimiento que permitirá reducir el abultado volumen del capítulo de personal que lastra las cuentas del Consistorio.
Frente a la segura y justificada desazón de los funcionarios, la sensación de alivio para los responsables municipales tiene fundamento variado: en primer lugar económico, porque si a grandes rasgos la congelación salarial ya permitió al Ayuntamiento ahorrarse dos millones de euros en un año, en esta ocasión las primeras cuentas apuntan a que el respiro para las arcas públicas de la ciudad ascenderá a seis millones.
En segundo lugar, el alivio tiene vertiente social. Es seguro que las medidas adoptadas por el Gobierno para hacer frente a la crisis y contentar a los socios comunitarios y extracomunitarios tendrán contestación sindical, pero es más que probable que esas protestas, aunque con repercusión en el Ayuntamiento, no estarán dirigidas contra el equipo de gobierno municipal, al que estas medidas exceden aunque esté obligado a aplicarlas.
Y en tercer lugar, porque es más que probable que las repercusiones políticas de esta decisión del Gobierno socialista acaben haciendo más plácido el camino electoral de Ángeles Muñoz en las municipales del año que viene.
Cuando se asiste a situaciones dolorosas es oportuno echar la vista atrás. La política de Jesús Gil y sus sucesores en materia de contrataciones no fue menos desvergonzada y siniestra que en el resto de los apartados: el empleo municipal se utilizó discrecionalmente como uno de los mecanismos para garantizarse apoyos. Con las empresas públicas como principal instrumento y la decisión de no pagar la Seguridad Social -dócilmente admitida por el Estado durante los gobiernos de González, Aznar y Zapatero- como recurso para que la compra de votos saliera más barata.
Por ello, desde que se acabó el régimen gilista, el problema del personal ha estado en el centro del huracán político municipal. La nómina del Ayuntamiento fue vista desde el principio como un lastre que era necesario aliviar para que la ciudad pudiese salir adelante.
La falta de acuerdo entre los partidos que la integraban y los cálculos electorales impidieron en su día a la gestora tomar medidas drásticas en un momento en que seguramente hubiera habido comprensión para ello. Ángeles Muñoz llegó a la Alcaldía con la promesa de que nadie perdería su puesto de trabajo aunque el Ayuntamiento estaba arruinado, y después demostró que su opción era viable. Redujo el peso de la nómina en el presupuesto del Ayuntamiento a un 62 por ciento, un guarismo sin duda alto aunque sensiblemente inferior al que se encontró. Gastarse seis de cada diez euros en sueldos es todavía demasiado. Como de momento no se conocen los detalles de cómo deberá aplicarse esta bajada -no es lo mismo reducirle el salario a un técnico que gana más de cuatro mil euros al mes que a una limpiadora- seguramente todavía es apresurado saber cómo se ajustarán las cuentas.
Pero no estaría de más que antes de aplicar ninguna reducción los responsables políticos y sus cargos de confianza explicaran con el ejemplo que el ajuste comenzará en sus propios cinturones. Y que los dos grupos de la oposición -que gobiernan la Mancomunidad y su empresa pública, donde han dado muestras de una política de contrataciones laxa y pocos ejemplos de austeridad- hagan lo mismo antes de comenzar con sus justas exigencias.