Es lo que tienen las celebridades. Toman una decisión, por nimia que sea, y por comparación reducen a nada cualquier campaña de imagen. Los publicistas tienen motivos para sentirse como una hormiga al lado de un elefante. ¿Cuánto vale el anuncio de que Michelle Obama ha elegido venir aquí a disfrutar de sus primeras vacaciones fuera de Estados Unidos desde que su marido fue elegido presidente? ¿Al trabajo, el talento y el ingenio de cuántos creativos publicitarios se podría equiparar su decisión? ¿En cuántas campañas millonarias sobre la Costa del Sol como destino seguro habría que invertir para alcanzar el mismo efecto que el presidente de Estados Unidos enviando a Marbella a su hija de nueve años?
‘Marbella, Spain’ es una marca que comenzó a construirse hace casi medio siglo y que ha sobrevivido a temporales que hubiesen acabado con muchos destinos que se valoran muchas veces por encima del propio. Saqueada por 15 años de latrocinio descarado. Castigada por la historia delictiva de cuatro vecinos indeseables. Atacada impiadosamente por la televisión -la basura y la que presume de calidad- y también por articulistas que intentan suplir con estereotipos su carencia de ingenio. Ignorada durante años por políticos que se avergonzaban de tenerla en su jurisdicción. Una decisión ha bastado para demostrar que Marbella, Spain, no era lo que decían.
No se trata de la mera localización. Es más, el hotel en el que la mujer de Obama se hospedará durante cuatro días no está en su término municipal, sino en la vecina Benahavís. Pero una marca es más que un término municipal. Denota valores, expectativas, una forma de relación con los clientes, un compromiso con la calidad, una historia en el universo del mejor turismo del mundo. Por eso no hay hotel de la máxima categoría en la zona que no utilice la marca Marbella para vender sus excelencias. Tienen derecho usarla y hacen bien en hacerlo.