Quieren convertir sus problemas en los nuestros. Los gobiernos de distintos países del mundo afectados por documentos filtrados a Wikileaks han reaccionado con histeria después de que se conocieran algunos de sus secretos y miserias. Los americanos buscan cerrar las grietas por las que se cayó la información, al fundador de la web le ha caído una oportuna denuncia por violación y al soldado que al parecer vendió los documentos ya se le empieza a caer el pelo.
Los documentos han permitido saber no sólo que los norteamericanos no son tan poderosos como se creía, sino también que espían a sus aliados, que tienen en baja consideración a muchos de ellos y que a veces consideran un gran hallazgo de la diplomacia o el espionaje lo que no es más que una verdad de perogrullo. ¿Realmente el funcionario que caracterizó a Zapatero como un político cortoplacista que sólo tiene en cuenta el cálculo electoral cobró por su trabajo? Por aquí hay cuarenta millones de personas que no sólo ya lo sabían, sino que sospechan que quien aspira a sucederlo está cortado por la misma tijera. También se ha sabido que al menos tres ministros y la Fiscalía del Estado trabajaron para impedir que prosperara la orden de extradición contra los militares que mataron al cámara Fernando Couso, y que el embajador de Bush en Madrid, un cubano simpático que veraneaba en Marbella, tenía, cuando reemplazaba la corbata por el bañador, modales de matón.
La jefa de la diplomacia norteamericana se deshace en disculpas con sus aliados, pero no por sus actos sino porque esos actos se hayan conocido. Su problema no es lo que hacen, sino que se sepa lo que hacen.
Todavía no se ha oído que ningún gobierno haya pedido explicaciones por el contenido de los documentos. En todo caso hay condenas a la filtración y algunos silencios dignos. Porque así es como funciona la solidaridad intergubernamental a escala global.
Por eso, descubrir cómo se han filtrado los documentos es su problema. El nuestro es que rindan cuentas por sus actos.