Cualquier persona con un mínimo sentido común que no frecuente los juzgados puede sentir asombro si se asoma a la vista pública del ‘caso Malaya’. No sólo por la soberbia, autosuficiencia y desprecio con los que Juan Antonio Roca responde a las preguntas del fiscal y las acusaciones, que invitan a preguntarse cómo sería este hombre –que así se comporta ante un tribunal que puede condenarle a 39 años de cárcel– cuando tenía poder absoluto sobre todo lo que se movía en Marbella.
Es posible que esto cambie cuando la sesiones se reanuden tras las fiestas navideñas, pero otro motivo de asombro es que de momento todo parece centrado más en cuestiones de forma que de fondo. Durante las sesiones celebradas hasta ahora, se han debatido los detalles de un pelotazo urbanístico en Puerto Banús perpetrado en 2001, y defensas y acusaciones han preguntado a los acusados acerca del origen de los fondos con los que se realizó la inversión, los detalles de cómo y quiénes elaboraron el convenio por el que se multiplicó por 22 la edificabilidad inicial y hasta cómo se conocieron Roca y los otros tres socios que se repartieron una ganancia de seis millones de euros.
Seguramente se trate de las servidumbres del derecho, pero no se escuchó ningún cuestionamiento dirigido al núcleo moral de todo el asunto: que se acepte como normal que una persona con un alto grado de responsabilidad en el planeamiento de una ciudad y con información y decisión sobre lo que ahí se cuece participe como socio en una inversión de esta índole.
Ser neófito en ciertos temas ayuda a veces a no perder de vista la perspectiva, porque asistir al juicio puede crear en uno la falsa sensación de que el Derecho está sólo para las cuestiones de forma.
Sin embargo, haría mal Roca en fiarse de la aparente tibieza con la que ha comenzado el juicio. Mientras pretende construir un perfil de empleado sumiso que obedecía órdenes, lo hace con los modos de quien está acostumbrado a que no le tosan. Sus formas le delatan.