Con medio país fingiendo bochorno por la escena de los senadores españoles oyéndose a través una traducción simultánea y no pocos preguntándose por qué cada vez que se escucha hablar en catalán alguien tiene que sentirse ofendido en Andalucía, es momento de cuestionarse si el gasto en pinganillos es lo más absurdo que se ha hecho en esta época donde la austeridad debería ser norma de obligado cumplimiento. Sobre todo porque ha habido derroches más cercanos y flagrantes.
Uno de ellos toca aquí cerca. A falta de traductores simultáneos, la alcaldesa de Marbella, Ángeles Muñoz, se decidió por la instalación de una valla que atacaba al Ministerio de Fomento como forma de reclamarle una reunión a los responsables de ese departamento por las obras del soterramiento en la travesía de San Pedro. Concretamente, a la secretaria general de Infraestructuras, Inmaculada Rodríguez-Piñero.
Podrá aducirse que una llamada telefónica hubiese resultado menos onerosa para las escuálidas arcas municipales, pero resulta que hasta ahora las llamadas no habían tenido más respuesta que el silencio.
La valla levantó menos indignación y comentarios que la traducción simultánea en el Senado, de la misma manera que antes tampoco habían supuesto escándalo iniciativas similares del alcalde de Málaga y de la alcaldesa de Fuengirola, aunque si se calcula coste por contribuyente, el gasto en cartelería de reproche seguramente haya sido mayor que el destinado a salarios de traductores.
Que Fomento haya aceptado una reunión que se venía pidiendo desde hace años a cambio de que se modificara el mensaje de la valla de San Pedro demuestra no solo que en las administraciones se preocupan más por la imagen que por el contenido, sino también que se ha creado un preocupante precedente: las vallas pueden comenzar a funcionar, al igual que los traductores del Senado, como intermediarios cada vez que políticos de diferentes geografías quieran hacerse entender. La política tiene su propio lenguaje. La intermediación la paga el ciudadano.
Posiblemente pueda ser objeto de crítica que habiendo una lengua común se recurra a la traducción simultánea, pero sin duda es más criticable que el clamor de austeridad que desde la calle debería llegar a los despachos oficiales no acabe de entrar por los oídos de los políticos.
Por eso es digna de aplauso la discreta presencia del gobierno municipal de Marbella en la Feria Internacional de Turismo de Madrid. Durante años, Fitur ha sido además de la cita turística más importante de España, un escaparate por donde los políticos han paseado sin rubor su generosidad a la hora de gastar dinero público. Acudir a esa feria suponía observar al mismo tiempo a profesionales del sector trabajando sin descanso y a alcaldes, concejales, delegados y asesores pavonearse por los pabellones sin saber exactamente qué hacer ahí mientras sonreían a todo el que pasara con una cámara.
El latiguillo repetido de «en Fitur hay que estar» era la excusa perfecta para disfrutar de unos días en Madrid en régimen de todo incluido y a costa del erario público. El stand que Marbella montaba en época de Gil, por el que pasaban mamachichos, futbolistas y concejales que hacían un hueco en su apretada agenda de comidas y ágapes varios ha pasado sin duda a la antología del descaro.
Que la alcaldesa de Marbella haya acudido este año, como lo viene haciendo desde que está en el cargo, un solo día y que la representación de la ciudad durante toda la semana se haya reducido al concejal de Turismo y a los técnicos del área es una muestra de sentido común. Que el candidato del PSOE critique esa escasa presencia y se arrogue la representación de Marbella en la feria indica que debería reiniciar su brújula.