Los catalanes, avaros; los andaluces, vagos, y los rusos… mafiosos. Solo quienes sienten en propia piel la afrenta de ser catalogados con un estereotipo pueden hacer el ejercicio empático de ponerse en el lugar de aquel a quien se le aplica una etiqueta igualmente injusta.
Los inversores procedentes de Rusia todavía sufren las consecuencias del mal recuerdo que dejaron los oportunistas enriquecidos rápida y dudosamente tras la caída de la Unión Soviética, y muchas veces se ven obligados a transitar bajo la sombra de la sospecha cuando llegan con la intención de invertir en una tierra que afortunadamente se ha puesto de moda en su país. Si la inversión va a realizarse en Marbella, una ciudad igualmente castigada en los últimos años por el oprobio de la sospecha permanente, el agravio es doble. No se trata solo de una ofensa moral. Los prejuicios a veces se traducen en dificultades para obtener un visado o una hipoteca o para cerrar un acuerdo comercial.
Por eso, más allá de la acuciante urgencia por abrir la oferta inmobiliaria de la Costa del Sol a la inversión procedente del Este, el desembarco de inversores rusos en Marbella tiene el enorme mérito de comenzar a desterrar un tópico tan absurdo como injusto. No hay como conocer a las personas, aunque sea por necesidad, para deshacernos de los recelos basados en la ignorancia.