Los pijos ácratas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS)han dejado en evidencia en su último estudio que el prestigio de la mal llamada clase política sigue cayendo en picado en la consideración de los ciudadanos. Sin paracaídas a la vista.
Como esto nunca va con ellos, ya ha habido quien quiso explicar este estado de opinión en un efecto colateral de la crisis. No en vano la marcha de la economía está produciendo efectos sociales devastadores: la incertidumbre y la inseguridad invitan al personal a lucir su perfil más miserable, se deja gente en la calle con el argumento de que tiene más de 50 años, las comunidades menos pobres inician una cadena desenfrenada para separarse de las otras, hay quien aprovecha para regresarnos a los valores del blanco y negro, se le hurta a nuestros conciudadanos indocumentados el derecho a la sanidad y si miramos más allá de nuestro horizonte, hasta un personaje como Mitt Romney acude a las elecciones más importantes del planeta con alguna posibilidad de éxito. La crisis no solo consume los bolsillos.
Con esos antecedentes, no debería sorprender que la hartura ciudadana se traduzca en que la reputación de quienes se dedican a administrar lo público se hunda en unos índices penosos.
Pero no sería prudente confundirnos. El desprestigio de los políticos no comenzó con la crisis y no es consecuencia de las dificultades económicas. Una lectura honesta nos debe llevar a reconocer que crisis económica y rechazo a los políticos crecieron en paralelo tan pronto como fue creciendo la conciencia social de que sus intereses y los del común de la gente discurren por caminos divergentes.
De momento no se vislumbra en el horizonte, afortunadamente, ningún oportunista dispuesto a pescar en este río de desencanto con la caña del populismo. Pero el panorama es aterrador.
Si repasamos la historia reciente y vemos lo que sucedía en Marbella cuando Jesús Gil dio el salto a la política, aparecen, aunque a menor escala, muchos de los ingredientes del actual cóctel nacional: crisis económica, ineptitud de los gobernantes, desprestigio de los partidos y desesperanza ciudadana. Ya vimos lo que un personaje de esta calaña hizo con una ciudad. Imaginemos lo que podría hacer con un país.