La tradición y el sentido común, que no siempre caminan en direcciones paralelas, impulsaron a la Costa del Sol a destinar su mayor esfuerzo de promoción turística a los tres mercados que más han contribuido a construir su prosperidad: el nacional, el británico y, en menor medida, el alemán.
Durante años la dinámica ha sido prolífica y construyó lo que después se configuró como el principal y, recurrentemente, único motor de la economía de la provincia. Los extranjeros llegaban para pasar unos días en la Costa, se enamoraban de su clima, de su cada vez más maltratado paisaje, de su gastronomía, de su gente y hasta de su sentido lúdico de la vida. Algunos se compraban una casa para poder disfrutar más días al año de todo eso, y algunos más decidían que éste era el lugar donde querían disfrutar de su retiro. Todo ello construyó lo que hoy conocemos como industria turística, que incluye a una cantidad infinita de sectores y que mal que bien aún emplea desde camareros o jardineros hasta notarios o decoradores y que como existe desde hace décadas a veces creemos que la tenemos por derecho divino, sin que sea necesario hacer nada para mantenerla.
Los años trajeron multitud de destinos competidores, porque a falta de otros recursos hasta el país más pobre y alejado del mundo tiene una estrategia turística. Visitar las ferias permite comprobar que hay quien se empeña, y lo consigue, en vender viajes turísticos a Senegal, a Haití o a Palestina. Pese a esa globalización de la competencia y a la irrupción de destinos de gran potencia y atractivo, España ha sabido mantenerse en el grupo de los líderes. Un club selecto que siempre ha compartido con Francia y Estados Unidos y al que recientemente se ha incorporado China.
Junto con la oferta también se globalizó la demanda. Ya no basta con atraer a ingleses, alemanes o suecos. Ahora se dice que quien consiga seducir a buena parte de los 100 millones de chinos que en poco tiempo viajarán fuera de su país tendrá asegurado su porvenir en esta industria, pero antes de eso ya se han puesto los ojos en rusos y árabes, que junto a mexicanos, brasileros, indios o sudafricanos conforman nuevas porciones de un pastel que ha crecido, pero menos que el número de quienes aspiran a ser comensales.
Ello nos devuelve a la equivocada percepción de que los turistas llegan aquí por decreto divino, y que no importa si no mejoramos las playas, si no les facilitamos los trámites para que se queden a vivir en las casas que compran, si los ahuyentamos con absurdas medidas fiscales o si no vamos a buscarlos a las ferias turísticas, que a consecuencia de todo lo anterior ya no solo se celebran en Londres o en Berlín.
Triste necesidad la de tener que explicar la obvio.