Quizás algún día alguien pueda explicarlo, pero de momento resulta una incógnita difícil de entender. Ni siquiera quienes deberían tener las claves son capaces de articular una explicación acerca de por qué el equipo de gobierno presentó tan mal su iniciativa de permitir la construcción de torres de gran altura en la ciudad. Por qué lo hizo de sorpresa, casi a hurtadillas, como si el asunto fuese a pasar desapercibido. Por qué no preparó el terreno ante un asunto que, justificadamente o no, iba a provocar escozor. Por qué no intentó seducir con el proyecto. Por qué no fue capaz de articular una respuesta ante la oleada de críticas que impidieron un debate serio y sosegado. Por qué la alcaldesa estuvo ausente de la polémica y solo apareció para decir que si no hay consenso no habrá rascacielos, que es como adelantar que no habrá rascacielos. En lugar de pelear la batalla que ella misma había planteado, decidió izar la bandera blanca.
Después de seis años de placidez, el equipo de gobierno se enfrenta a su peor momento por esa derrota que se ha infringido a sí mismo. Porque lejos de haber caído frente a una iniciativa acertada de la oposición o ante un imponderable lo ha hecho por un asunto que el propio gobierno municipal colocó en la agenda sin medir las consecuencias, sin saber a qué se enfrentaba y sin una estrategia para sacarlo adelante. Simplemente con la confianza que da la inercia del poder ejercido sin apenas contrapesos.
La polémica de los rascacielos –llamarlo debate sería exagerado porque nunca llegó a haber una confrontación serena de ideas, sino una reacción instantánea y visceral ante una propuesta que ni siquiera fue considerada– tuvo la rara virtud de reunir bajo una misma consigna a gente de lo más diversa: desde los grupos de la oposición y su base natural hasta quienes por naturaleza apoyarían al PP pero no lo hacen porque consideran que no son objeto de suficiente atención; desde vecinos que se significaron en la lucha contra los abusos del GIL hasta algunos de sus perpetradores y beneficiarios más notorios. Desde los promotores y arquitectos que consideraron que esto suponía un cambio de modelo que sentenciaba a muerte a su gallina de los huevos de oro hasta los fiscalizadores que se erigen a toda hora y para todo asunto en reserva moral e ilustrada de la Costa del Sol.
Es verdad que la reacción en contra de la idea fue tan sonora que quienes no la veían con malos ojos o incluso quienes albergaban dudas apenas tuvieron ganas de expresarse, so riesgo de ser señalados como depredadores urbanísticos, pero incluso eso debió haber sido previsto por el equipo de gobierno. La historia reciente de la ciudad cubre con un manto de desconfianza toda iniciativa en el campo del urbanismo, sea buena, regular o mala. Cualquier proyecto requiere de una dosis extra de comunicación y transparencia. La mera promesa de riqueza y empleos convence cada día a menos.
Es probable que si esta propuesta hubiese sido incluida en el plan estratégico de Marbella –su marco natural dado el alcance que tenía– la posibilidad de que fuera objeto de un debate racional y menos costoso para Ángeles Muñoz y su equipo hubiese sido mayor. Pero se optó por una iniciativa inexplicable, inexplicada, sobrevenida a última hora, y ahora el gobierno municipal carga con sus consecuencias.
Que un movimiento social tan dispar y heterogéneo se haya conformado en apenas unos días contra una propuesta municipal no solo supone una derrota en toda regla para el equipo de gobierno, sino una seria advertencia para el año y medio que le queda por delante hasta las próximas elecciones. Ángeles Muñoz tendrá que medir con cautela sus próximos pasos. Tiene por delante 18 meses para revalidar su mayoría y algunos asuntos sensibles, como la ampliación del puerto de La Bajadilla o el proyecto de peatonalizar Ricardo Soriano, en la agenda. La época con amplio margen para el error y en la que podían subestimarse las posibles dificultades ha quedado definitivamente atrás.