El simpatizante se acerca como si estuviera ante una estrella del rock. Sonrisa que no cabe en la cara y teléfono en mano, pugna por inmortalizar el momento. El político se presta, claro. El final del mitin se prolonga en una sucesión de selfies eterna. La escena se repite cada vez que los candidatos acuden a esos actos en los que la afición de los partidos descubre la posibilidad no sólo de escuchar en directo a su líder, sino de verlo de cerca y, si hay mucha suerte, hasta de tocarlo.
Desde la transición hacia aquí, los mítines políticos han experimentado una evolución que podría resumirse en tres etapas. Al principio eran gritos de libertad. Actos que los partidos organizaban para dar a conocer sus propuestas y convencer a los asistentes de que las apoyaran. Después de cuatro décadas de ideas en la clandestinidad, seguramente la explosión llevaba a los actos políticos a miles de curiosos que más que identificarse con un partido lo hacían por el derecho de cada uno a expresar libremente sus ideas. Los partidos aprovechaban para convertir a los curiosos en votantes.
Con el tiempo se evolucionó hacia una segunda etapa. La ilusión dejó paso a la funcionarización de la política. Los curiosos y los indecisos abandonaron los mítines, que se convirtieron en espacios donde el objetivo no era convencer a los convencidos, sino dictar proclamas como el general que arenga a la tropa antes del asalto final. En el público ya no había votantes potenciales a quienes se seducía, sino adeptos que salían del acto con ánimo de intentar convencer a su entorno con argumentos escuchados al líder y que con mayor o menor fortuna podían repetir cuando llegara el caso en el ascensor o en la pausa para el café en el trabajo, siempre y cuando el trabajo no fuese proporcionado por el partido, en cuyo caso ya no era necesario convencer a nadie.
Pero hemos llegado ya a una tercera etapa. La televisión ha convertido a los líderes y aspirantes en estrellas catódicas, gran paradoja de nuestra época, precisamente en el momento en que la política se arrastra por el fango del descrédito. Los mítines ya no son tampoco la oportunidad para arengar a la tropa, sino el momento en el que la tropa tiene la oportunidad acercarse al líder y comprobar que es de carne y hueso.
Entre las estrellas del rock, futbolistas y actores, la posibilidad de tener contacto con la realidad y los pies en el suelo sólo está reservada a la minoría más inteligente que comprende que las muestras de devoción de sus fans son una parte de la ilusión que ellos venden, y que la vida es en realidad algo muy distinto. Pero el problema es que los políticos no son estrellas ni están aquí para vender ilusión, sino para solucionar problemas reales. La mayoría de las personas no son fans que aspiran a un selfie, sino ciudadanos que exigen respuestas y soluciones. Harían mal los políticos en pensar que el mundo real es el que ven en los mítines.