Una creación inolvidable de Les Luthiers que ironizaba hace ya más de tres décadas sobre las miserias de la programación televisiva recreaba la promoción de un culebrón con una temática recurrente, la de una mujer atrapada por su pasado. «¡Suéltame, pasado!», gritaba la infortunada.
Diez días después de conocerse las tres sentencias que anulan el Plan General de Ordenación Urbana que Marbella aprobó en 2010 para dejar atrás su etapa más oscura dan ganas de acompañar en la súplica a la protagonista inventada por los músicos comediantes. La diferencia es que la constatación de que la ciudad no consigue separarse de la etapa más negra de su historia invita a cualquier cosa menos a reír.
Que Marbella se haya quedado sin PGOU justo en el momento en que la construcción comenzaba a reactivarse en la que, no olvidarlo, es la plaza más dinámica de Andalucía, ya tiene suficiente trascendencia como para que parezca redundante cualquier intención de explayarse en la explicación de sus consecuencias. Sin embargo, resulta sintomático que la ciudad se vea de nuevo encorsetada por el Plan General de 1986, el documento que indefectiblemente ha sido la referencia durante casi un cuarto de siglo; ignorado sistemáticamente por el Ayuntamiento presidido por Gil–que pretendió aplicar durante su mandato el suyo propio sin que fuera aprobado– , sobre el que se puso en duda su vigencia porque no había llegado a estar publicado y que finalmente fue la referencia para la justicia en los cientos de causas urbanísticas abiertas por los desmanes propiciados desde el ayuntamiento gilista.
Ahora la ciudad vuelve a aquella referencia normativa, inevitablemente desgastada por el paso de los años, anacrónica e insuficiente y que reúne además una carga simbólica que hace imposible no retraerse a momentos que se daban por superados y que impide además no vislumbrar un estancamiento en la situación que supone un indiscutible fracaso colectivo.
Es verdad que en un momento como éste lo mejor es mirar hacia las soluciones, pero no sería saludable no intentar señalar al menos las responsabilidades de este fracaso. Y resulta difícil encontrar a alguien que esté al margen. El rechazo del Plan ha sido tan contundente por parte del Tribunal Supremo que resulta imposible no señalar a su autor, el arquitecto jerezano Manuel González Fustegueras, para pedirle al menos una explicación. El documento estaba inspirado en la intención, sin duda irreprochable desde el punto de vista moral, de que los autores de los desmanes urbanísticos no consolidaran sus beneficios económicos desde una situación de hechos consumados. La solución técnica con la que se persiguió ese objetivo ha cosechado una descalificación tan terminante en el Supremo que posiblemente haya cerrado ya otros caminos para conseguir que la ciudad se vea compensada por quienes se lucraron de la ocupación de sus zonas verdes y de equipamientos y que jugaron en el entonces boyante mercado urbanístico con las cartas marcadas por sus secuaces municipales.
Pero tampoco puede olvidarse que el Plan ahora denostado fue aprobado por el Ayuntamiento y por la Junta de Andalucía. En el gobierno municipal de entonces, presidido por Ángeles Muñoz, existía la conciencia de que era un mal plan, ingestionable y que daría lugar a la presentación de recursos como los que han terminado en el Supremo. Aun así se decidió darle la aprobación –también con los votos del PSOE en una sesión de la que sólo se ausentó el ecologista Javier de Luis, por entonces edil por las listas de ese partido, y en la que Izquierda Unida votó en contra– porque se pensaba que Marbella necesitaba un Plan para conseguir seguridad jurídica aunque fuese un mal Plan. La estrategia de Muñoz, en este como en otros asuntos, posiblemente pasara por impulsar cambios con posterioridad a un eventual relevo en el Gobierno andaluz que nunca llegó a producirse.
Pero tampoco debe olvidarse que aunque la Junta de Andalucía devolvió las competencias urbanísticas a Marbella apenas celebradas las elecciones municipales de 2007 que acabaron con el periodo de la gestora, su tutela no formal pero si de facto se mantuvo durante todo el proceso de elaboración del Plan, bajo la atenta mirada de la entonces consejera Concepción Gutiérrez. Cuando el actual alcalde de Sevilla, Juan Espadas, se hizo con el control de la consejería el proceso estaba terminado, aunque fuera suya la firma que figuró en la aprobación del documento.
Y llegados a este punto cabe preguntarse qué hacer o dónde fijar las prioridades. Con la sentencia del Supremo por delante posiblemente haya que asumir, por doloroso que sea para cualquiera con un mínimo sentido de justicia, que los hechos consumados por los años de impunidad consentida en el urbanismo marbellí están efectivamente consumados y que la ciudad no puede, porque además así lo ha dicho el tribunal, proyectarse hacia el futuro con ojos en la nuca.
Quizás sólo quede exigir que se cumplan las sentencias pendientes, fijar la vista adelante y ponerse a trabajar cuanto antes en la Marbella de los próximos años. Y reconocer la derrota de quienes aspiraban al menos a una mínima reparación por los años de la desvergüenza.
Por delante queda una tarea que no es sencilla. Es posible que no surjan grandes discrepancias en cuanto a las normas transitorias que se deberán poner en marcha cuanto antes –se habla de seis meses– para evitar una paralización inversora que sería letal para el lento proceso de recuperación que se vislumbraba. Pero posteriormente vendrá lo más difícil: ponerse a trabajar en la elaboración de un nuevo Plan, una tarea que el actual equipo de gobierno había decidido no asumir para no abrir un melón complejo en una situación política volátil marcada por un Ayuntamiento cuyas decisiones dependen del acuerdo de cuatro fuerzas diferentes. Hasta las sentencias del Supremo, la elaboración de un nuevo Plan era importante, pero no urgente, y ya se sabe que la mayor parte de las veces lo urgente no deja tiempo para lo importante.
Pero ahora lo urgente es también importante. Quizás se trate, esta vez sí, de aprovechar la oportunidad.