En estos días en que deberíamos estar conmovidos -aunque no lo estemos porque ya nos hemos acostumbrado- por un nuevo caso de corrupción, estaría bien que todos los ojos volvieran a posarse en Marbella. No por una cuestión de nostalgia por los tiempos en los que se asistía a la fiesta sin pensar en la factura, sino de rabiosa actualidad. Marbella es un buen ejemplo, hoy día, de cuáles son las consecuencias de haber soportado la corrupción durante demasiado tiempo. Casi olvidado el impacto mediático inicial, celebrados los juicios y conocidas las sentencias, cumplidas o en cumplimiento la mayor parte de las condenas, con muchos de los responsables ya fuera de la cárcel sin haber devuelto el dinero (el caso más reciente es el de José María del Nido), los efectos del saqueo permanecen. Y es probable que futuras generaciones los sigan sufriendo aún cuando ya se haya cedido a la tentación del olvido.
Esta semana se han conocido las dificultades que continúan surgiendo en la compleja tarea de normalizar la situación urbanística de la ciudad, que sigue teniendo miles de inmuebles en situación irregular y carencia de suelo para dotarse de las infraestructuras mínimas necesarias, y las diferencias que separan a los dos principales partidos a la hora de arbitrar soluciones.
Resulta muy significativo que los debates que se están celebrando en torno al bloqueo urbanístico que sufre la ciudad sitúen el origen del problema en el Plan General de 2010 y su anulación en noviembre de 2015, cuando en realidad habría que remontarse mucho más atrás, a 1991, cuando en las elecciones municipales de ese año el pueblo de Marbella le abrió al zorro de par en par las puertas del gallinero.
Debería ser materia de estudio sociológico el pertinaz empeño de esta sociedad y de sus representantes políticos en olvidar aquel terrible periodo de la historia de Marbella y resulta bastante significativo que los dos principales partidos se echen mutuamente las culpas de la actual situación cuando deberían ir de la mano no sólo a buscar soluciones sino también para recordar cómo empezó todo, única fórmula posible para despejar del camino futuro de la ciudad la piedra con la que nunca más debería tropezar.
Sin duda, resulta más cómodo situar el origen del problema en el PGOU de 2010 porque ahí tanto el PP como el PSOE tienen batería para descargar contra su adversario y alimentar de esa manera a sus hooligans, porque unos y otros fueron corresponsables en el proceso que concluyó en su aprobación. Unos, porque la institución que gobiernan desde hace más de tres décadas fue la que designó a uno de sus urbanistas de cabecera para que lo redactara y siguió tutelando el proceso aún después de que devolviera las competencias urbanísticas al Ayuntamiento. Los otros, porque estaban al frente de la institución municipal y tenían mayoría absoluta cuando el pleno lo aprobó, sin escuchar las voces que advertían que el documento no iba a servir para solucionar los problemas existentes y crearía otros nuevos. Harían bien el PSOE y el PP en asumir que el PGOU se aprobó con los votos de ambos grupos municipales y que después el documento fue refrendado por la Junta. De esa manera podrían entender que por mucho odio que se tengan sus máximos responsables políticos en Marbella, por muchas cosquillas que se sigan buscando mutuamente en los tribunales, por desagradable que les resulte sentarse a hablar frente a frente en una mesa, la ciudad no les perdonará que no sean capaces de ir juntos en la solución de este problema.
El equipo de gobierno, que a veces parece actuar como si olvidara que está ahí como consecuencia de que tuvo mayor capacidad que su adversario para negociar, tejer alianzas y constituir una mayoría para la investidura, ha elaborado una hoja de ruta para salir del atolladero urbanístico. Pero la tarea no ha terminado ahí, sino que es ahora cuando debería empezar. Es ahora cuando tendrían que estar dedicados a convencer a los dos grupos de la oposición que ese es el mejor camino, o el único posible. O en caso contrario, pedirles alternativas. Sin embargo, lo sucedido en el pleno de febrero, cuando uno de los documentos quedó sobre la mesa, y lo de la última comisión de urbanismo, cuando no se aseguró la mayoría del segundo documento para el pleno de este mes, demuestra que queda mucho por hacer.
Está claro que el PP no está por la labor de poner las cosas fáciles. Habrá muchos de sus electores que lo entenderán y, seguramente, muchos otros que no. Cada uno es libre de elegir sus estrategias, con la advertencia de que después debe asumir las consecuencias.
El gobierno municipal ha optado por un camino que puede entenderse como opuesto a la negociación. Los esfuerzos se han dedicado a presentar su propuesta ante los colectivos vecinales y, sobre todo, empresariales, a los que se les ha explicado la imperiosa necesidad de que salgan adelante la aprobación del texto refundido del PGOU de 1986 y de su adaptación a la LOUA. El último actor en esta estrategia ha sido el presidente de la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA), Javier González de Lara, que esta semana se presentó en Marbella para dar su bendición a la hoja de ruta trazada por el Ayuntamiento. En el PP entienden, con razón, que están siendo objeto de una campaña de presión para hacerles cambiar de opinión por un camino diferente al del negociar. Y aseguran que por esa senda no les van a torcer.
Por el interés de la ciudad, ambas partes deberían sentarse en una mesa, mirarse a los ojos y comenzar a hablar.