Hay personas que no están sanas y que pese a padecer una enfermedad consiguen una aceptable calidad de vida. Existen enfermedades que permiten vivir con normalidad, aunque obligan a mantener una cierta atención cada vez que se manifiesta algún síntoma, y que sólo de vez en cuando dan un toque de atención para que el paciente no olvide que el problema sigue ahí.
Algo así le sucede a Marbella con las organizaciones criminales internacionales que se han instalado desde hace tiempo en la ciudad. Convive con ellas y pueden pasar meses, o incluso años, sin que su presencia tenga una manifestación violenta. La inercia y la falta de noticias lleva muchas veces a olvidarse del asunto, pero de vez en cuando algún suceso recuerda que no se puede bajar la guardia, porque siguen ahí y están entre nosotros.
Recientemente ha habido tres recordatorios sangrientos de que la enfermedad está todavía lejos de ser extirpada. El primero fue el lunes 7 de mayo, cuando una pareja que había sido secuestrada 24 horas antes fue abandonada en las cercanías del Hospital Costa del Sol. Ambos presentaban heridas después de haber sido, aparentemente, sometidos a torturas. Cuando llegó la policía, el hombre ya había muerto.
Cinco días después se produjo un crimen que conmocionó a San Pedro. Un vecino supuestamente relacionado con el narcotráfico fue tiroteado delante de su familia después de que su hijo acabara de celebrar su primera comunión. Falleció en el hospital tras haber recibido cinco tiros, tres de ellos en la cabeza. Ese mismo día apareció otra persona que también había sido secuestrada 24 horas antes y sometida a malos tratos.
Todos estos episodios, y otros que se produjeron en la misma secuencia de días en otros puntos de la provincia de Málaga, son desde luego alarmantes y deben invitar a mantener la guardia alta, pero difícilmente se puede decir que configuren un panorama nuevo, inédito o desconocido.
Las mafias, especialmente las del narcotráfico, llevan años, incluso décadas, instaladas por estos lares. Primero vieron en Marbella y en su entorno un buen lugar para esconderse. Éste es un lugar donde un ciudadano, extranjero o nacional, recién llegado y con alto nivel de vida, incluso con alardes y ostentación, no llama en absoluto la atención. La fauna del lugar es prolífica en ese tipo de ejemplares y no siempre la riqueza que hay detrás de estos estilos de vida tiene un origen ilegal.
Pasó poco tiempo hasta que esas organizaciones vieron que además de para esconderse, éste era también un buen lugar donde se podían blanquear activos. La época de la burbuja inmobiliaria, en la que confluyeron el afloramiento de activos monetarios que tenían que salir a la luz antes de la entrada en vigor del euro, la nueva ley del suelo y la consolidación de gobiernos municipales de escasa consistencia moral fue propicia a esos menesteres. No pocos casos judiciales que se instruyeron en Marbella en la primera década de este siglo pusieron en evidencia la implantación de estas organizaciones y su participación activa en el sarampión de corrupción urbanística que se extendió por toda la Costa. Las investigaciones judiciales y la detención periódica de delincuentes buscados en todo el mundo permitieron saber que organizaciones criminales italianas, irlandesas, de la Europa del este y del norte de África habían sentado sus reales en el entorno de Marbella. Algunos casos judiciales permitieron saber también que más de un despacho de abogados de esta zona se dejó tentar por el interesante nicho de mercado que abría la posibilidad de dotar de instrumentos societarios a quien llegara con la intención de blanquear activos. La contribución de todo ese dinero de procedencia ilícita a la escalada de los precios inmobiliarios y con ello al hinchado de la burbuja y a la imposibilidad de las personas que viven honestamente de su trabajo para acceder a una vivienda debería ser objeto de estudio.
Aunque no es la primera vez que se producen ajustes de cuentas en la ciudad, los acontecimientos de los últimos días podrían invitar a pensar que estamos en una tercera fase de este proceso, cuando las mafias se instalan en el terreno y dirimen las diferencias a su manera. Sin embargo, no se puede afirmar que lo que ha sucedido en estos días dibuje un panorama nuevo. Por el contrario, son nuevos síntomas de algo que ya existía, de una enfermedad que posiblemente sea crónica y que de vez en cuando exhibe algún síntoma.
Durante mucho tiempo se extendió una forma de pensar que sostenía que la simple elección de Marbella como refugio de capos que no venían aquí a delinquir sino a disfrutar de sus ganancias no podía tener consecuencias negativas para la ciudad. Sin embargo, la muerte de un niño de siete años en la peluquería de un hotel de Puerto Banús el 4 de diciembre de 2004 al quedar atrapado en el fuego cruzado de un tiroteo borró totalmente aquel espejismo. Aquel ajuste de cuentas, como algunos otros que vinieron después, nunca fue esclarecido.
Los dos últimos, hasta los sucesos de la semana pasada, se habían producido en 2014. El 10 de febrero de ese año, un argelino con pasaporte francés fue asesinado de un balazo en el cuello cuando llevaba al colegio a sus tres hijos, que no sufrieron daños. En septiembre de ese mismo año, un hombre irlandés fue tiroteado en un pub de Las Chapas. En ambos casos los asesinos actuaron encapuchados. En ambos casos las víctimas estaban relacionadas con el narcotráfico. Ninguna de las dos muertes han sido esclarecidas, lo que permite valorar la dificultad que supone para la policía investigar este tipo de operaciones, llevadas a cabo por sicarios que actúan con una gran profesionalidad y que posiblemente abandonan el país inmediatamente después de cometer los atentados.
Ahora se han producido otros episodios similares -la única diferencia cualitativa es que una de las víctimas era española y con un fuerte arraigo en San Pedro- y es probable que su investigación discurra por los mismos caminos.
Como suele pasar, la salida a la luz de estos casos levanta las alarmas y obliga a manejar la información y la valoración de su gravedad con extrema prudencia, sabiendo que el alarmismo pueden suponer un disparo en la línea de flotación de la imagen de la ciudad y de su principal actividad económica.
¿Supone ello que debemos acostumbrarnos a vivir con esta enfermedad crónica? Desde luego que no. Pero seguramente la solución no va a llegar si, como dijo esta semana en Marbella el ministro del Interior, se persiste en considerar a estas situaciones como casos aislados. Cuando se padece una enfermedad los síntomas no son aislados, aunque sólo se manifiesten de vez en cuando.
Asumir que existe un problema específico que requiere de medios y recursos humanos y materiales para abordarlo de manera extraordinaria supone un primer paso esencial para resolverlo.