Alguien tiene que ser el primero en decirlo, así que ahí va: el verano no está yendo como se esperaba. Al menos como esperaban los más optimistas.
Aunque nuestra atávica falta de infraestructuras nos obsequia cada día con variados atascos en diferentes horas del día, la realidad que se vive en hoteles y restaurantes podría invitarnos a teorizar sobre algo así como el efecto espejismo de los atascos en la lectura del comportamiento del mercado turístico. Aunque ir de un sitio a otro nos obligue a pasar mucho más tiempo dentro del coche, no hay tantos turistas como podríamos suponer. Hay menos extranjeros y también menos españoles. Las previsiones para agosto no son nada optimistas.
Estos resultados turísticos a la baja en las dos primeras semanas del verano han causado cierta sorpresa porque el año venía bien, con una Semana Santa sobresaliente y una primavera que lanzó buenas señales pese a que las inusuales lluvias de este invierno habían hundido los resultados de algunos segmentos, especialmente el del golf que, como se sabe, tiene su temporada alta en los meses de menos actividad del turismo convencional.
Las explicaciones que se lanzan desde el sector turístico son variadas, aunque hay una en la que todos los testimonios coinciden: los efectos de la inseguridad en los destinos al sur del Mediterráneo se han atenuado este año y los turistas han perdido el miedo a viajar a lugares como Turquía o Grecia, pero también a Túnez o Egipto. Durante los años recientes se advirtió de que muchos de los visitantes que llegaban a la Costa del Sol eran prestados, y que dejarían de venir cuando las circunstancias cambiaran si no se hacía algo para fidelizarlos. Pues bien, ese momento ha llegado y muchos se han ido.
No se puede decir, en justicia, que haya que buscar una explicación interna para lo que ha pasado. La recuperación de los destinos competidores era algo que iba a suceder de todas formas; han vuelto con precios sensiblemente más reducidos de lo que puede ofrecerse por aquí y además los touroperadores, que siguen vivos, están redireccionando algunos flujos a aquellos destinos en los que obtienen mayores márgenes.
Hay, evidentemente, factores externos sobre los que se tiene escaso o nulo control, pero posiblemente cuando acabe el verano, haya que ponerse frente al espejo y reflexionar sobre qué es lo que tenemos que hacer aquí.
Una de las lecciones que habrá que aprender de este año es que no se puede llegar al comienzo de la temporada alta con el convenio de la hostelería sin firmar y con un conflicto en puertas. Otro es que nunca la Costa del Sol, y mucho menos Marbella, podrá competir con otros destinos en un terreno diferente al de la calidad, entendida ésta en su concepto más amplio. La batalla de los precios está perdida, y a la vista del tipo de turismo y del tipo de empleo que genera el turismo barato habría que decir que afortunadamente perdida.
Pero posiblemente la lección más importante debería ser que debe comprenderse la necesidad de que este destino, a pesar de su madurez, o posiblemente a causa por ello, tiene todavía camino por recorrer y mucho por corregir.
A pesar de sus muchas fortalezas, Marbella presenta debilidades importantes. Resulta difícil entender qué puede encontrar de atractivo un turista en pasarse medias vacaciones de atasco en atasco, pero sobre todo sin tener unas playas decentes en las que bañarse.
Si los buenos resultados suelen invitar a la autocomplacencia, los malos obligan a revisar qué se está haciendo mal y qué es necesario corregir. La lista de este capítulo es larga, pero a nadie escapa que las playas están en los primeros lugares. Hace tiempo que Marbella va en la dirección de convertirse en un destino de sol y playa con mucho sol y poca playa y seguramente ha llegado el momento de ponerse serio con este asunto.
Ni Marbella ni la Costa del Sol volverán a recuperar las playas vírgenes custodiadas por dunas que cautivaron a los primeros visitantes. La presión urbanística y la falta de previsión las fueron dejando atrás y hoy las pocas dunas que sobreviven son un tesoro a preservar, un pequeño reducto que constituyen excepción y no regla. Competir con estas playas frente a destinos aún por desarrollar, y que si lo hacen bien observarán nuestros errores para no reproducirlos, supone un desafío de grandes dimensiones.
Resulta ciertamente frustrante repasar todo lo que se ha dicho en los últimos años acerca de las playas, todos los anuncios que o no se concretan o se van concretando a una velocidad exasperante, todo el dinero que se tira una y otra vez para maquillar una situación que se deteriora cada año.
Esta semana se anunció una inversión de seis millones de euros por parte de Acosol para retirar de las playas de Las Chapas unas estructuras de saneamiento que destrozan el paisaje y suponen un grave riesgo potencial. Se trata de una medida necesaria y oportuna, pero tras el anuncio llega la reflexión: ¿Cómo es que hemos llegado al año 2018 con esas estructuras ahí?
Es verdad que rehabilitar las playas requiere de unas inversiones y del ejercicio de unas competencias que escapan a las administraciones más cercanas. Pero ya que no podemos presumir de la naturaleza exuberante que el propio desarrollo turístico podó, al menos se deberían hacer esfuerzos para contar con las playas más limpias y con los mejores servicios. Que a estas alturas no haya wi-fi libre en todas las playas o que no se cuente con los medios para evitar la llegada de medusas resulta inaceptable.
Si las instituciones no parecen haber comprendido la importancia estratégica de las playas, parte de la sociedad tampoco parece haberlo hecho. La semana pasada el AMPA de un colegio de educación primaria organizó en una playa del centro una protesta por la demora en la construcción de un instituto cuya tramitación está en marcha. Lo hicieron clavando cruces a orilla de mar, una forma de protesta que nació para denunciar la terrible tragedia que supone la muerte de miles de personas que pierden la vida huyendo del hambre y la guerra y que los independentistas catalanes adoptaron posteriormente con la dosis de oportunismo marca de la casa.
Más allá de lo más o menos oportuno del reclamo, realizar semejante montaje en mitad de la temporada de verano invita a preguntarse cuál es la consideración que tienen las playas en la conciencia ciudadana ¿No se ve la necesidad de mimarlas, de cuidarlas, de preservarlas? . Más allá del despropósito. ¿No desvela esto una falta de medida y de conocimiento? ¿No supone una frivolidad que no deberían tener cabida? Las playas deben cuidarse y los símbolos, también.