La pequeña plaza situada frente al Colegio Alemán de Málaga, en el término municipal de Ojén, que al día de hoy todavía lleva el nombre de Juan Hoffmann, fundador de ese centro educativo, constituye una herida abierta y una realidad incomprensible para no pocos ciudadanos alemanes residentes en esta provincia. Estos vecinos, conciudadanos nuestros, no entienden cómo todavía no se ha retirado ese nombre después de que estudios académicos en el país germano revelaran la vinculación de Hoffmann con el partido nazi, su papel relevante durante la Segunda Guerra Mundial e incluso la consideración de persona peligrosa por parte de los Aliados una vez acabada la contienda.
Cuando el pasado domingo este periódico publicó la información sobre la permanencia del nombre de esa plaza, veinte años después del fallecimiento de Hoffmann y aún después de que el Colegio Alemán haya retirado el nombre de su propia denominación, no tardaron en aparecer mensajes similares a los que hay que leer y escuchar cada vez que se trata de acabar con laceraciones que aún hoy día se mantienen vigentes pese a su anacronía. Los argumentos son los de siempre: que para qué remover la historia, que para qué sirve abrir viejas heridas, que para qué retomar una discusión que solamente puede llevar a crear discordia.
Si en lugar ‘remover’ utilizáramos el verbo ‘conocer’ quedaría más clara no sólo la respuesta, sino también la intención de quien formula la pregunta sobre la importancia de la historia. Porque esta clase de argumentos parten de la falacia de afirmar que lo que se pretende hacer es actuar sobre el pasado cuando en realidad a lo que se aspira es a cambiar una realidad presente. El nombre de la plaza no forma parte de tiempos pretéritos, sino de la actualidad cotidiana de cientos de personas, sobre todo de padres y madres que llevan a sus hijos al colegio cada día.
No es Alemania un país que tenga problemas con su memoria histórica. Allí los nazis son llamados por su nombre y los neonazis, que tal y como se ve en estos días constituyen una amenaza vigente, también.
Por eso no sorprende que hayan sido precisamente ciudadanos alemanes, algunos de ellos docentes, quienes llamaran la atención sobre la anomalía democrática que supone una plaza que rinde homenaje a un personaje de esa calaña y se hayan preguntado qué lección se les da a los estudiantes que pasan a diario por allí. Y tampoco sorprende, tristemente, que nos dispongamos a asumir con naturalidad y acostumbramiento las excusas y dilaciones que empezarán a surgir mientras la plaza mantiene su nombre. 32 años después de la entrada de España en Europa, la convergencia en cultura democrática sigue siendo una asignatura pendiente.