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Héctor Barbotta

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El pacto con la Fiscalía tenía letra pequeña

Para valorar en su justa medida la noticia de la concesión del tercer grado a los ex ediles del GIL habría que escrutar la expresión facial del fiscal jefe. Si está impasible es que el pacto con los ex concejales tenía letra pequeña. Pero si se le ha quedado la misma cara que al resto de los ciudadanos, y especialmente a los vecinos de Marbella, es que ni él mismo conocía esa letra pequeña y se la han colado. Hasta el fondo.

Es lo que tiene disponer de dinero para pagar buenos abogados. Los ex concejales del GIL implicados en graves delitos urbanísticos –es decir, casi todos los concejales adscritos a la banda– llegaron a un acuerdo con la Fiscalía que les permitía 1) que no se celebraran los juicios pendientes, lo que les ahorraría a los imputados el mal rato y la vergüenza (en caso de que la hubiera) del banquillo y los procesos interminables 2) que la Fiscalía no pidiera una pena de dos años de cárcel por cada delito, sino un año en algunos casos y nueve meses en otros, y 3) que de acuerdo a esta petición sólo cumplieran el triple de la pena impuesta aunque los delitos no fuesen tres, sino en muchos casos decenas, de modo que deberían estar en prisión entre 27 meses y tres años.

La contraprestación era que los ex concejales tenían que cumplir efectivamente la pena ingresando en prisión y no conmutando las condenas por multas.
Un parte no escrita del pacto, pero que se ha confirmado en los hechos, es que los ingresos en prisión se irían produciendo según se ajustaran a las apretadas agendas de los señores ex concejales. Alguna similitud con el encarcelamiento de cualquier otro delincuente sería una mera coincidencia.

Eso es lo que se conocía hasta ahora. Pero ya se sabe: esta gente cuenta con buenos abogados porque tiene con qué pagarlos. Una vez en prisión, los ex concejales del GIL no se ajustan al retrato robot del convicto medio. No han traficado con sustancias ilegales –aunque durante la ‘operación Malaya’ alguna sustancia ilegal fuera hallada en el registro de la vivienda de un ex edil del que no se sabe nada desde hace días–, y no han robado a mano armada, sino a mano alzada en los plenos municipales. En definitiva, que no han hecho más que cargarse una ciudad, y como no se prevé que puedan volver a sentarse en un Ayuntamiento, las posibilidades de reincidencia son escasas. Además, la prisión está colapsada y hay que ir aligerando. Así que a la calle.

La concesión del régimen de tercer grado a los cuatro ex ediles del GIL pone sobre la mesa dos problemas de fondo. Uno es que la justicia sigue siendo un coto cerrado donde sus actores no consideran que tengan la obligación de explicar sus actos a los contribuyentes a quienes sirven y que, no olvidarlo, les pagan el sueldo. Quizás el pacto con los ex concejales no hubiese levantado tantas ampollas y suspicacias si se hubiese expuesto con claridad cristalina a la luz pública. El propio fiscal superior de Andalucía, Jesús María García Calderón, reconoció en una entrevista que si el pacto no se entiende es porque no se explicó bien. Pero como nadie tomó la iniciativa de hacerlo ante el escándalo de tanto oscurantismo, el derecho a desconfiar está intacto. El segundo problema es que nadie considera que los urbanísticos sean delitos graves. Cuando la víctima es el interés común, parece como si la culpa fuera menor que cuando se ofende a un individuo concreto con nombre y apellidos. Lo público, ya se sabe, no tendrá la menor importancia mientras en lugar de asumirse que es de todos se siga considerando que no es de nadie.

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Sobre el autor

Licenciado en Periodismo por la UMA Máster en Comunicación Política y Empresarial Delegado de SUR en Marbella


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